La historia de la mujer es la misma que la del hombre: la búsqueda de la libertad social e individual en un mundo adverso. Pero mientras el hombre se ha defendido de las hostilidades de la Naturaleza, la mujer ha tenido, además, como enemigos a los hombres. Buena cosa es que, ahora que hombres y mujeres empiezan a ser solo personas en medio de una guerra de sexos a punto de extinguirse, la mujer se muestre más noble que el hombre y no devuelva las bofetadas recibidas; porque si no el feminismo sería, sin más, otro machismo. Y no es eso lo que pretendieron Mary Wollstonecraf ni Simone de Beauvoir, por ejemplo, ni, tampoco, cuantas han luchado por los derechos humanos de todos los humanos, sea cual sea su condición.

Aunque el cerebro tiene sexo, está, también, sexualizado por la cultura o, mejor, la civilización milenaria, que fundamentó el concepto de sociedad en la ley de la fuerza -porque así lo exigía la agresión de la Naturaleza-. Pero esta ley ya no tiene vigencia: ha sido derogada por la tecnología, además de por la ética de los derechos humanos. Por lo tanto, aceptada la igualdad de todos en lo que respecta a la dignidad, lo que debe imperar hoy es la sensibilidad, la inteligencia y la responsabilidad, vengan del cerebro que vengan, siempre que este haya sido alimentado con los imprescindibles conocimientos, estudios, esfuerzos, deberes y derechos.

Muchas han sido las descalificaciones que ha sufrido la mujer. Eurípides la desterró a la cocina y al dormitorio: «Una mujer debiera ser útil para todo dentro de casa e inútil para todo fuera de ella». Alfonso el Sabio le prohibió el mundo laboral: «No es cosa honesta que la mujer tome oficio de varón». Chesterton la mutiló para la vida en igualdad social: «Tres cosas hay que la mujer jamás entenderá: libertad, igualdad, fraternidad». Unamuno, tan doméstico él, le escalpeló su capacidad intelectual: «El fin de la mujer es parir hombres, y para eso debe ser educada. Al hombre le basta con el cerebro». Otro él, más mundano y menos domesticado por el mundo, Oscar Wilde, ya había despreciado su intelecto: «Las mujeres están hechas para ser amadas, no para ser comprendidas». Tal vez por eso, Jack London sentenció que «de entre todas las especies animales, la humana es la única en la que el macho maltrata a su hembra». Quizá debamos quedarnos con el saber popular, que dicta -lo modifico para que sea válido tanto para hombres como para mujeres-: «No dudes de la inteligencia de tu cónyuge; piensa que se casó contigo».

Que la relación de mujeres determinantes de la Historia sea mínima frente a la de los hombres es una consecuencia lógica de la relegación sufrida por la mujer. Pero por muy ligeramente que revisemos el pasado, enseguida encontramos nombres femeninos tan notables como los masculinos, en las ciencias y en las artes, lo que demuestra que la cantidad no es cuestión de capacidad, sino de postergación.

La primera gran novela de la historia fue escrita por una mujer, y también la segunda: Murasaki Shikibu y Sei Shonagon; ellas rubricaron una fórmula que los hombres han seguido. Este hecho semioculto no debe avergonzar ni vanagloriar a nadie. Safo es una de las más antiguas, y vigentes, poetas. Los nombres de las hermanas Bronte, Emily Dickinson, George Eliot, Jane Austen, Virginia Wolf... no desmerecen junto a Balzac o Dickens. Y, si pasamos de la literatura a la pintura, ¿por qué no recordar a Mary Cassatt?; y si a la música, inmediatamente aparece Hildegard von Bilgen, o Clara Wieck -sacrificada, como fiel esposa de Robert Schumann, a difundir las obras de su marido-, que fue envidiada, como pianista, por el mismo Liszt, y admirada, como compositora, por el mismísimo Brahms.

Pues si dejamos el arte y acudimos a otras ciencias: Marie Curie revolucionó la física hace un siglo, al descubrir el radio. Y tan fervientes estadistas fueron Cleopatra y Catalina la Grande como Julio César o Napoleón.

No estoy haciendo una nómina, ni siquiera un esbozo, sino mostrando que la intolerancia ha sido -y no debe seguir siendo- la gran encubridora de la verdad, y la fatal humilladora del ser humano. Que «los otros» -mujer, hombre, vecino, extranjero, creyente, incrédulo, blanco, azul...- tienen la misma dignidad que nosotros. Y que solo la pierde quien se la niega o quita a los demás.

Difícil tarea, pues, la de los gobernantes y legisladores, que deben cambiar la mentalidad de sus gobernados desde sus mismas raíces culturales. Pero urgente trabajo: porque mientras la sociedad y el individuo no se conciencien de que la desigualdad social es, simple y terriblemente, el fatal resultado de una determinada manera de pensar que desemboca en la sumisión, la rebeldía y la violencia, y que estas -violencia, desigualdad- deben ser sancionadas y extirpadas, todos seremos cómplices de quienes asesinan a su pareja o maltratan a sus hijos.