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Javier Mondéjar.

El indignado burgués

Javier Mondéjar

Política gamberra

Está de moda la política gamberra, que en esencia significa hacer barbaridades sin que importen los costes ni el largo plazo. Olvidemos el mañana porque nunca llegará, cantado con la camisa de picos largos por fuera de la americana como Luis Aguilé. Una gamberrada es el Brexit que sin duda se le ocurrió a un grupillo en un pub de Londres tras trasegar decenas de pintas -y sin unos miserables panchitos que ayudasen a bajar la bebida- o el secesionismo catalán a las bravas, producto de un atracón de butifarras, con lo bien que les había ido desde el siglo XVII con la táctica de llorar y extender simultáneamente la mano. Si bien se fijan, los british y los indepes han sido los más gamberros de Europa históricamente, pero no se cargaban las farolas, hasta que un beodo le pegó una pedrada y como no pasó nada ni se lo llevaron detenido, el resto siguió tirando cantos. El resto es historia.

Creo sinceramente que la mayoría de los políticos actuales no solo no actúan de buena fe, sino que conocen perfectamente el paño que venden, más falso que la ropa de algún portal de ecommerce, asiático por más señas. Nadie ya se corta con las mentiras porque refuerzan la fortaleza de su público objetivo y exasperan al cliente rival, con lo que miel sobre hojuelas. Podríamos pensar que al final son sólo mentiras piadosas, porque el pueblo ya no se cree nada, pero esto no es verdad: hay gente que cree en sus promesas de un mundo mejor porque el que tienen no puede ir a peor y pensar que soluciones simples resuelven problemas complejos está al alcance de mentes simples. Ustedes que están leyendo este periódico sin duda no entran en este apartado, pero -debo decirles con pena- son una minoría porque solo unos pocos poquísimos fundamentan sus criterios con la lectura y la inmensa mayoría van de aquí pallá como la defraudadora empresa del pepé.

Pero no toda la culpa es de los que se han subido con nuestra ayuda al machito, los que estamos debajo en esa pirámide alimenticia tenemos gran parte de culpa de lo que hacen con nuestras vidas y haciendas. El criterio es una palabra que a la mayoría del pueblo le suena a charleta de filósofo argentino porque en realidad lo que desean es venganza, de la forma que sea y contra quien sea. Escuché hace poco en una serie cómo un mafioso recomendaba a su hijo prevenirse contra la crítica de la plebe, que les odiaba por sistema por ser perdedores y no haber llegado a su nivel de lujos y de poder. «Te odian por lo que tienes -decía el capo gallego de la droga- pero es que simplemente son peores que tú y jamás llegarán a tener este pazo». Solo les -nos- queda odiarles entonces o también podemos esperar que les metan en el trullo mil años y tiren la llave, pero la justicia humana es lenta, en la divina desgraciadamente no creo y ellos tienen de su propiedad los mejores abogados y sacerdotes para la una y para la otra.

Odiar indiscriminadamente tiene otros problemas y es que no encaucemos adecuadamente la sed de venganza y equivocando el objetivo nos peguemos un tiro en el pie. Es la fábula de la hormiga que, por odio a la cucaracha, votó por el insecticida. Desde que existen elecciones en España he oído una y mil veces, defendiendo a la supuesta democracia, que el pueblo nunca se equivoca y ese es un mantra tramposo y falso. El pueblo se equivoca y mucho. Constantemente.

Este indignado burgués no pretende pontificar desde las atalayas sobre lo que es mejor o peor porque en realidad le trae bastante al pairo, pero reconocerán conmigo que cuando un desarrapado del Medio Oeste de Estados Unidos vota por Trump no parece que se esté haciendo un favor a sí mismo, más allá de argumentarse -si llega a ese nivel de introspección- que les está pegando una patada en el trasero a los intelectuales de California o Nueva York. Obviamente la «intelligentzia» se cabreará como una mona si gobierna Trump, que es zafio y lo más lejano posible a un cierto nivel cultural, pero a sus integrantes les va a suponer bastante poco en sus acomodadas vidas. Otra cosa es lo que pasa con sus votantes que seguramente vivirán peor gracias a su chulería, a ese «que se jodan», cuando quien pierden son ellos, porque los otros, los biempensantes, tienen su vida resuelta.

En este país me temo que estamos en esas. Un amigo lector me remitió hace días una aportación a una de mis columnas recientes El señor Cayo no tiene a quién votar. Como es pertinente la entrecomillo, si bien diré el pecado, pero no mencionaré al pecador: «? y como no puede votar por aprecio, votará por desprecio y terminará votando a Vox, aunque solo sea por joder a los que hay ahora. Total, al pobre señor Cayo, ya le han jodido bastante, solo le queda la venganza».

Y la fábula de la hormiga que por odio a la cucaracha votó al insecticida acaba con otro perjudicado: el grillo se abstuvo y también murió. Al final los polvos matan todo lo que se menea.

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