Vinculado con las fiestas religiosas que todos los pueblos celebraban para volver propicio el año nuevo, el carnaval tiene orígenes remotísimos. En el Antiguo Egipto, en Nubia, en Etiopía y en Mesopotamia, existía esta celebración, que después se trasmitió a Grecia y más tarde a Roma, con el nombre de Saturnales y Lupercales, en las que se jugaba al mundo al revés y se caricaturizaban leyes y cargos públicos; comenzaban el decimoquinto día del mes de febrero y durante siete jornadas se suspendían las actividades cotidianas, que eran sustituidas por desfiles y cabalgatas, los esclavos gozaban de privilegios, podían insultar a sus amos y por la noche, junto con las clases más bajas de la plebe, se entregaban a todo tipo de festejos y libertinajes en las calles.

En los primeros siglos del cristianismo, la Iglesia, intentando controlar cualquier aspecto de la vida, trató de admitir, retocando un poco las formas, estas desenfrenadas exhibiciones, porque permanecían intensamente establecidas en las costumbres populares. Así, aquellas bacanales fueron vueltas a designar con diversos nombres según los lugares: tales como «Fiesta del Asno», «Fiesta de los locos», «Carnaval», pero sin perder esencialmente su talante transgresor, e incluso el papa participaba en estos festejos, acompañado de otros dignatarios eclesiásticos que aceptaban las burlas más groseras. También frailes y monjas se abandonaban a los regocijos desvergonzados del carnaval, disfrazándose y organizando bailoteos en los conventos. Lo que no debe de sorprendernos, puesto que en la mentalidad medieval la vida entera giraba alrededor de la Iglesia, la cual representaba el lugar en el que se proyectaban alegrías, esperanzas y dolores, y no se consideraba sacrílego abandonarse a las diversiones más escandalosas aún cerca de los altares.

Sin embargo, no faltaron quienes, a su vez, condenaban severamente aquello, hasta que el siglo XII el papa Inocencio III emitió una bula para eliminar de las iglesias los espectáculos, los juegos y las comparsas, prohibiendo que los eclesiásticos «tomaran parte en las locuras y en las chanzas». Pero, a pesar de la bula, la fiesta siguió subsistiendo entre lo sagrado y lo profano. Por otra parte, se trata de una etapa que precede a la cuaresma, que a partir del miércoles de ceniza designa un periodo de cuarenta días de expiación y penitencia, a la espera de la Pascua. Así carnaval y cuaresma se presentan como opuestos, aunque en cierta manera son inseparables.

El término «carnevale» para algunos estaría formado por «carne» y «vale» en relación con el término latino «carnem levare», o sea, adiós a la carne, puesto que las parrandas y las locuras carnavalescas serían un adiós a los placeres ante la llegada de la cuaresma con sus ayunos y su mortificación de la carne. Por ello, el carnaval fue, desde sus orígenes, la fiesta del vientre por excelencia, ofreciendo a las clases privilegiadas un pretexto para disfrutar de una alegre compañía, mientras que, para los oprimidos, a quienes en dicha ocasión se les brindaba comida hasta hartarse, la posibilidad de un banquete excepcional representaba una revancha alimentaria respecto a un año entero de escasez y de privaciones. Actualmente, cuando ya no se observan las prohibiciones religiosas, parece no tener razón de ser divertirse en fechas fijas, puesto que uno puede hacerlo cómo y cuándo quiera. Sin embargo, el carnaval sigue ejerciendo una atracción irresistible y cada vez más gente comparte ahora su cita de diversión y mascarada. Ya que el carnaval, además de la fiesta del vientre es también la de las máscaras.

La relación entre las máscaras y el carnaval tiene que ver con los ritos sagrados que celebraban las primitivas poblaciones agrícolas al comienzo del ciclo anual, a efectos del propiciar la fertilidad de la tierra. La máscara tenía un valor mágico-religioso y representaba a las divinidades, a los espíritus, a las almas de los difuntos que por un día salían de los infiernos para favorecer la fecundidad. En el mundo greco-romano las máscaras pasaron de las ceremonias de iniciación del culto del dios Dionisos- Baco a las representaciones teatrales también desarrolladas en su honor, y después llegaron del teatro a la calle. Porque con la algarabía carnavalesca las gentes del pueblo, enmascaradas, se exhibían irreconocibles, satirizando las costumbres de los notables que los oprimían, y tomaban desquite de las humillaciones padecidas.

Hoy, la fiesta del carnaval es también como un resarcirse de la monótona cotidianeidad grisácea que atenaza la existencia diaria de cada uno. Y el multicolor destello de máscaras y disfraces es el grito inconsciente de tantos corazones aprisionados por el desastre de una civilización alienante. Corazones ahítos de burdos placeres que anhelan encontrar, tal vez, tras la careta de la risa fácil, la serena alegría de un futuro mejor.