Nadie se extrañará de apreciar ambición en los políticos. De hecho, lo extraño sería que no la tuvieran, hasta el punto de que nos preguntaríamos si se puede ser político sin ambición. En su forma más común, la ambición es el deseo de conseguir el poder y conservarlo, y no es probable que muchos políticos carezcan de ese deseo y seguramente tampoco sería recomendable.

Por eso, aunque los políticos se empeñan en disimular su ambición, los demás hacemos bien en no llevarnos a engaño. Lo cierto es que no desear el poder no puede ser un requisito para conseguirlo, porque, entre otras cosas, es difícil que los hombres podamos hacer realmente bien algo sin la pasión de desear hacerlo. Ciertamente, es posible que quien carezca de ambición esté a salvo de los peligros del poder, pero seguramente tampoco estará particularmente inclinado a las renuncias que puede requerir.

Además, el deseo intenso de poder decidir o gobernar puede ser una señal para uno mismo y para los demás de una vocación política. Si la ambición se tomara por falta de idoneidad para el poder, Churchill, cuyo inmenso talento político era tan grande como su ambición, no habría sido primer ministro en aquellas circunstancias tan cruciales para su país y para Europa.

Sin embargo, es cierto que los problemas surgen cuando la ambición se convierte en una pasión intensa y dominante, sobre todo si podemos suponer que el político hará cualquier cosa por conseguir el poder y no perderlo. En tal caso, la ambición al mismo tiempo que será una fuerza poderosa que impulsará a quien la tiene, le convertirá en un esclavo del poder que ambiciona.

Ser esclavo del poder que se tiene o se desea es una situación paradójica porque vuelve temeroso y servil al poderoso, que son dos características más propias de quien no tiene poder. Y es que la ambición vuelve a quien la tiene vulnerable al poder, más incluso que a quien puede padecer sus abusos. Pero, además, el poseído por la ambición se vuelve peligroso para los demás, pues abusará del poder siempre que le sea posible para conservarlo o conseguirlo, y porque no dudará -siempre que pueda- en procurar que los demás sean también serviles y temerosos, ampliando así su poder.

Los que elegimos a nuestros políticos lo hacemos en la suposición de que efectivamente ambicionan el poder, pero con la esperanza de que no se dejen dominar y mantengan el suficiente dominio sobre sí mismos para evitar la indecencia. Pero si no somos ingenuos, nos daremos cuenta de que es realmente difícil lo que esperamos de ellos: que deseen el poder con la energía para afrontar sus dificultades, pero con el límite de no abusar de él para conservarlo. Ciertamente, la democracia nos da medios para procurarlo. La exposición pública de los cargos y su gestión mediante la existencia de una oposición política crítica y de una prensa independiente, la celebración de elecciones y la existencia de una legislación custodiada judicialmente, son una defensa contra esos abusos y cualquier otros.

Pero nada de lo anterior nos descarga de la necesidad de discriminar personalmente. Así que la cuestión es, una vez admitido que necesitamos su deseo de mandar, cómo moderar y encauzar la ambición de nuestros políticos. La historia de la política puede venir en nuestra ayuda: en Roma se llamaba ambicioso al que merodeaba alrededor de quienes le tenían que votar para conseguir lo que pretendía. De hecho, ambición significaba dar vueltas alrededor de algo, y de ahí derivó a los que se dirigían a los demás persiguiendo un empeño. Obviamente, no los frecuentaban para disgustarlos o anunciarles contrariedades.

En efecto, solo puede resistirse a un político que promete abundancias quien tenga, a su vez, un sentido firme de lo mejor para todos, incluidas las renuncias y esfuerzos que las coyunturas históricas pueden implicar. Por consiguiente, podemos medir la ambición de nuestros políticos observando con detalle el peso que en nuestros votos tienen nuestros intereses particulares, sobre todo si se trata de beneficios en detrimento de otros muchos, incluidos los que vendrán después de nosotros en próximas generaciones.

Así pues, los ambiciosos medran entre quienes se dejan regalar, y depravan a sus políticos las sociedades que esperan de ellos dádivas, beneficios y prestaciones. La voraz ambición de ellos se alimenta de nuestro inmoderado apetito de ventajas y facilidades. En realidad, esa es la dinámica de nuestros actuales sistemas democráticos, y en especial del nuestro, del español: ciudadanías crónicamente insatisfechas y clases políticas dadivosas, los primeros esperando recibir sin límite, y los segundos concediéndolo para lograr su ambición de mandar. Y a eso, llenándosenos la boca de autoridad moral, le llamamos sociedad del bienestar.

Sus partidarios pueden permanecer tranquilos pues no hay ninguna esperanza de que se haga mayoritaria la disposición a asumir las privaciones necesarias para, por ejemplo, no hipotecar a la generación siguiente. Nuestro problema de fondo no es la ambición de los políticos, sino lo que les hace medrar: el inmoderado apetito de unas ciudadanías que esperan de la política no ya una justicia solidaria sino la abundancia ilimitada. Para revertir esa dinámica que terminará por conducir a nuestras sociedades a situaciones insostenibles, haría falta que predominara un sentido general de la moderación y de una reflexiva e informada responsabilidad, lo que en las actuales circunstancias es sencillamente inimaginable entre nosotros.

Solo una ciudadanía responsable, mínimamente reflexiva y al menos medianamente informada sobre las circunstancias y pormenores de la situación de nuestros países, podría ponerse a salvo de las promesas irresponsables de quienes deberían, más bien, moderar nuestras expectativas. Y solo ese sentido de la ciudadanía en los votantes podría abrir el hueco y la demanda de políticos que aspiren a conseguir el poder diciendo la verdad, discriminando lo necesario de lo deseable y proponiendo soluciones sostenibles.