Hace ya casi dos años, quién lo iba a decir, que colaboro con el Diario Información mediante esta modesta columna que toma su título, como saben ustedes, de una de las mejores obras del teatro del absurdo del siglo XX, escrita por el irlandés Samuel Beckett. La elección de ese título no fue baladí, algún día les explicaré el motivo que me impulsó a tomarla. Pero lo que sí les puedo decir es que uno de los momentos más gratos de la semana para mí es cuando los viernes, a eso de las seis y cuarto de la mañana, mientras sorbo con fruición, pero con cuidado de no quemarme, una reconfortante taza de té, envío mi artículo a algunos buenos amigos que así me lo reclaman, en los grupos de Whatsapp que compartimos, y después recibo un retorno a través de los comentarios que me hacen.

Precisamente, en mi artículo de la semana pasada, titulado Miénteme, no hice, como suele ser habitual, una referencia expresa a una obra literaria concreta, sino más bien una pequeña disertación sobre el binomio antitético que supone la ficción literaria y la demagogia política. Quizás por ello, en uno de esos grupos, que comparto con dos amigos (con los que además tuve el honor de trabajar poniendo en funcionamiento el Instituto de La Hoya, cuando fui su director), recibí un comentario de uno de ellos que me decía: «Ya lo describía Jonathan Swift en su libro El arte de la mentira política. En esta obra describe la mentira política como el Arte de hacer creer al pueblo falsedades saludables y hacerlo a buen fin. Lo denomina Arte, para distinguirlo así de la acción de decir la verdad, para la cual, al parecer, no se precisa de ningún arte». Y añadía: «¿Qué os voy a decir yo, amigos, que nací y resido en la ciudad de Alicante, epítome de la mentira política? Sigo esperando a Godot (parece que mi amigo barrunta el porqué del epígrafe de esta sección) y a los mil proyectos no realizados en los últimos cincuenta años».

Lo cierto es que tendemos a pensar que la mentira política es un invento del siglo XX, surgida como consecuencia del avance de los regímenes totalitarios. Existen ejemplos arquetípicos de ello, como el reportaje aparecido en el diario nazi Der Stürmer, en 1934, en el que se afirmaba que «Se sabe desde hace miles de años que los judíos practican asesinatos rituales. Esa práctica es tan antigua como los propios judíos. Los gentiles han trasmitido esa información de generación en generación. Es un hecho conocido hasta en las aldeas más recónditas». En la Unión Soviética, la mentira política tenía nombre propio: Dezinformatsiya. Los soviéticos protagonizaron, durante muchos años, grandes farsas, encaminadas a confundir y manipular a la opinión pública mundial; algunos de sus subterfugios tuvieron un impacto considerable en la geopolítica pero, precisamente, el mismo engaño sobre el que se sustentaba fue la causa última del colapso del régimen más sangriento de la historia de la humanidad.

Sea como fuere, el comentario de mi culto, a la par que lacónico, amigo alicantino, me indujo dos pensamientos: el primero, que el historial de agravios y desgobierno que hemos padecido los ilicitanos no es un patrimonio únicamente nuestro, como el Misteri o el Palmeral, sino que otros también lo sufren. Otros que, además, deberían ser nuestros aliados naturales frente al poder centralista y omnímodo valenciano. El segundo que, como les relataba en el párrafo anterior, la mentira política no se acuñó en el siglo XX, sino que tiene un recorrido muy largo en la historia de la humanidad.

En efecto, Jonathan Swift, en su ensayo El arte de la mentira política, que citaba mi amigo en su mensaje, introduce ideas que, de no saber que están extraídas de un libro de comienzos del siglo XVIII, nos parecerían de una rotunda actualidad. Una de ellas, que traduzco de la versión original en inglés, reza así: «Así como el más vil de los escritores tiene sus lectores, también el mayor mentiroso tiene sus creyentes: y, a menudo, sucede que basta que sea creída durante una hora, para que la mentira cumpla su cometido (?) La mentira vuela, y la verdad aparece cojeando tras ella». Pero si hace trescientos años bastaba con una hora, en la actualidad, como consecuencia del efecto multiplicador que provocan las redes sociales, bastaría con unos minutos.

Desconozco si nuestra edil de Educación ha leído a Jonathan Swift, pero sí sé, por su currículum oficial, que posee estudios de Periodismo. Por lo tanto, estoy seguro de que ha estudiado en profundidad fenómenos como el de la Dezinformatsiya soviética. Por eso me sorprende que, últimamente, ande tan enfadada con el conseller del ramo, Vicent Marzá, porque se siente engañada en el asunto de las infraestructuras educativas prometidas y no ejecutadas en Elche. Tampoco sirve de excusa la, a todas luces, mala relación personal que mantienen. Ni nos consuela que, ahora que quedan tres meses para las elecciones, proclame su despecho a los cuatro vientos. Ya lo dice el proverbio árabe: «La primera vez que me engañes, será culpa tuya. La segunda será culpa mía».