Dice una antigua ley de la política que aquellos gobernantes que han ejercido durante mucho tiempo un poder omnímodo y sin limitaciones acaban sistemáticamente afectados por una pérdida total del sentido de la realidad y por una preocupante desconexión con la calle. El que albergue alguna duda sobre la validez de este axioma, solo tiene que repasar la trayectoria de Francisco Camps como expresidente de la Generalitat Valenciana. A lo largo de los últimos ocho años, todas las intervenciones públicas del exdirigente popular se han caracterizado por su tono desafiante, por aplicarles a sus sucesores un desprecio carente de la más mínima lealtad institucional y por su negativa a reconocer que los tiempos han cambiado y que sus días de gloria pública ya han pasado.

Ya sea durante sus visitas a los juzgados, en sus comparecencias en comisiones parlamentarias de investigación o en las declaraciones periodísticas, Camps ha renunciado a la autocrítica y al perfil bajo. Sus discursos son desaforadas proclamas de egolatría, en las que considera su etapa de gobierno como un siglo de oro valenciano, que fue desbaratado por una oscura operación en la que participaban una izquierda antidemocrática y unos medios de comunicación manipuladores, empeñados en darle la vuelta a la voluntad de los votantes. En este relato de ciencia ficción, no hay ni una sola referencia a los infinitos casos de corrupción en los que se han visto envueltos él mismo y sus máximos colaboradores y tampoco se dedica ni una palabra a describir al estado de ruina en el que quedó esta autonomía tras el despilfarro delirante de su administración. Ese país de eternos barracones escolares, de centros culturales a medio hacer, de deudas millonarias por proyectos frustrados y de consellers encarcelados no existe en la mente de un político desorientado, que insiste en la defensa de su legado ante la Historia y que solo acepta codearse con personajes de la talla de Jaime I.

El rechazo del expresidente a aceptar su jubilación de la primera línea lo ha convertido en una figura singular, que destaca incluso en el bizarro universo de una política valenciana. Los programas televisivos de variedades políticas se frotan las manos cada vez que aparece en público y consolida su imagen de friki capaz de dar siempre cuatro o cinco frases llamativas. Los partidos de izquierdas hacen fiesta mayor cuando Camps efectúa alguna de sus declaraciones, conscientes de que cada vez que abre la boca les recuerda a los valencianos la terrible herencia que dejó el PP. Hasta su propio partido intenta marcar distancias con un hombre cuya mera presencia sirve para sacar a la luz los motivos que llevaron a los populares al duro banco de la oposición. El expresidente hace esta cruzada personal en medio de la soledad más desoladora. Con el paso de los años y con la acumulación de escándalos, han desaparecido todos sus coros de aduladores y se han disuelto todas las lealtades insobornables. La política actual corre a la velocidad del rayo y Camps se ha quedado anclado en la foto fija de los Ferraris, de las visitas del Papa y de las Copas de América.

El comportamiento de Francisco Camps empieza a recordar peligrosamente al del personaje de Norma Desmond, retratado con crueldad por Billy Wilder en aquella inolvidable película llamada El crepúsculo de los dioses. La figura de una decadente diva del cine mudo, olvidada por sus fans y empeñada en vivir en un mundo inventado en el que todavía se mantienen sus esplendores pasados, se ha convertido en un paradigma perfecto sobre uno de los aspectos más misteriosos de la condición humana: la incapacidad de los poderosos a la hora de encajar la pérdida del poder y el patológico sentimiento de ira que sienten cuando les toca volver a vivir en el mundo de los simples mortales.

La política española está llena de dirigentes que han hecho este aterrizaje de forma desastrosa, aunque ninguno ha alcanzado -ni de lejos- los niveles de patetismo a los que está llegando Francisco Camps. Aunque el exdirigente popular tiene libertad absoluta para hacer lo que le dé la gana, le convendría recordar que el haber ostentado la Presidencia de la Generalitat durante dos legislaturas es un honor que conlleva ciertas obligaciones en materia de dignidad institucional. El cargo se merece cierto respeto y sería importante evitar que a su paso surjan frases del tipo «aunque te parezca mentira, ese señor tan extraño fue un día el presidente de los valencianos».