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Niños de hoy

«¡El viernes es mi día libre!»

Así expresaba Anna a sus cuatro años la alegría que sentía al acercarse la única tarde que no tenía ni zumba, ni inglés, clases que le ocupaban los cuatro primeros días de cada semana. Esta niña, habladora y extrovertida, explicitaba lo que pensaba y lo que sentía con fuerza, siendo sus comentarios realmente reveladores:

-¡El viernes es mi día libre!

-Ojalá me ponga mala, así no tendré que ir a inglés.

-He visto nubes, si llueve a lo mejor mi madre no me lleva a zumba.

-¿Pero no dijiste que la zumba te encantaba?

-Sí, me gusta, pero no para ir tantas veces.

-¿Y qué harías por las tardes si no tuvieras clases?

-Pues merendar en pijama viendo los dibujos y jugar con mis juguetes.

Cuando se lo comenté a sus padres, que están muy pendientes de ella y la escuchan bastante, curiosamente quitaron importancia a la queja argumentando que «sin inglés hoy en día no se va a ningún sitio», y que «a zumba tenía que ir para mejorar la coordinación». Así que todo quedó como estaba.

Esta niña ha podido nombrar su sentir pidiendo un ritmo más acorde a sus cuatro años de vida y a sus necesidades de juego y movimiento. Hay otros que no llegan a quejarse y se adaptan a una demanda que les impone ocupaciones que les llenan el tiempo y les apartan de lo que necesitan. Y se acoplan tanto a la dinámica de ir a la carrera de un lugar a otro, que si algún día no tienen ninguna actividad, no solo se extrañan, sino que añoran el trajín.

Se acostumbran a un estrés que no han pedido ni les corresponde, se aficionan al «lleno total» en sus ocupaciones y, por tanto, a la imposibilidad de sostener las pausas, los vacíos, la inactividad. Ante ello reaccionan con alteración y queja, esgrimiendo el aburrimiento como una cuestión terrible y buscando llenar el hueco como sea, que suele ser encendiendo alguna pantalla para que borre la desazón. Sin pensar que, de paso, la pantalla borrará unas cuantas cosas más: su capacidad de entretenerse autónomamente, de inventar, imaginar, de mirar a su interior, de estar consigo mismos.

La rutina cotidiana de vida de bastantes niños es: ir a la escuela, merendar por el camino hasta la clase que toque, asistir a la misma, volver a casa intentando no dormirse, hacer los deberes, bañarse, cenar e irse a dormir. Y mientras esto transcurre, los padres se agotan, ya que aparte de trabajar, han de hacer de taxistas, profesores particulares y suministradores de todo lo preciso: ropa, meriendas, cenas, transporte. Los niños también se cansan y se les ve sobreexcitados unas veces, soñolientos otras, además de mostrarse con frecuencia malhumorados, opositores y demandadores de atención.

Pero a pesar del estado de alteración de unos y otros, nadie se plantea hacer cambios. Al revés, se procura que todo vaya sobre ruedas para no llegar tarde a nada, para aprovechar el tiempo al máximo, para que todo siga según lo previsto. De modo que si surge una discusión entre hermanos, o entre padres e hijos, se intenta resolver en unos segundos, posponer el tema para hablarlo en otro momento, o simplemente se deja estar. Y muchas veces se tapa con un dulce, un rato de móvil, o una promesa para hacer tal o cual cosa el fin de semana. ¿Quién se va a animar a reñir o a poner una norma entre prisas y con ganas de que «todo vaya bien»?

Los tiempos de estar juntos, de hablar, de resolver, de discutir o de perder el rato han sido suplantados por otras cosas: las clases extraescolares, los deberes (a veces excesivos), y sobre todo las pantallas, aunque sepamos de sobra que absorben, aíslan y desconectan al niño de lo que les rodea, ya sea familia, juguetes, amigos o una preciosa montaña a explorar.

Así que, entre unas cosas y otras, la vida familiar se va empobreciendo, convirtiéndose en un deambular de acá para allá, en un planear la carrera por relevos del día siguiente y en un compartir la mesa y el sofá con la familia, pero también con esos nuevos convidados: móviles, televisión…, que invaden nuestra intimidad y vacían las relaciones de palabras, de sentimientos compartidos y del sentido verdadero del convivir.

Quizás convendría pensar en romper este círculo de «correr sin pensar» que priva a los niños de sus juegos y de su mundo interior, y hace perderse a los padres los bonitos momentos de la crianza. Además de privarnos a todos del sosiego necesario para vivir sabiendo quiénes somos y qué queremos.

Quizás convendría atender no solo al qué hacer, sino a la calidad de las relaciones familiares y al tiempo real que dedicamos a estar con nuestros hijos. (Sin móviles, claro).

Quizás convendría que nos atreviéramos a hacer cosas diferentes y a decidir lo que nos parece mejor para nuestra familia, aunque estén de moda las pantallas, las clases extraescolares, o cualquier otra cosa con promesas de un brillante futuro. Porque aunque el futuro sea importante, para llegar a él, hay que recorrer un presente que ya está aquí, y que lo que nos pide es vivir más tranquilos. O al menos intentarlo.

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