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Puertas al campo

Nuevos viejos problemas

Se trata de textos y discusiones publicadas ahora y que suenan a lo que ya se leía o escuchaba hace tiempo

El primero y más evidente de los temas lleva ya, por lo menos, 20 años discutiéndose. El hecho es que el sistema mundial es uno, por lo menos desde la época de las conquistas europeas, que tiene sus propias reglas y su propio funcionamiento, pero que carece de una institución que lo gestione, corrija sus desviaciones, evite sus peligros y mantenga la unidad. Claro que está el FMI o el Banco Mundial en lo económico con escaso éxito dadas las peleas internas entre sus financiadores. En lo político está la ONU con todas sus ramificaciones (OIT, OMS, ACNUR, etcétera) más ineficaces que los anteriores dada la dictadura de la «banda de los cinco», países que ejercen el veto (tengan o no tengan derecho a ello) desde el Consejo de Seguridad. En lo militar no hay institución mundial ya que OTAN es para el Atlántico si es que dura, ANZUS es para Australia, Nueva Zelanda y los Estados Unidos y sería inútil incluir los casos estadounidenses con latinoamericanos porque suelen ser bilaterales. En todo caso, ninguno es planetario. El diagnóstico ahora es parecido al de hace 20 años: tenemos, por un lado, la interconexión económica (la globalización si se prefiere, evidente sobre todo en el campo financiero) y, por otro, la «balkanización» política, la eclosión de los nacionalismos en los diferentes Estados y dentro de ellos. Precisamente una de las enfermedades de la Unión Europea, un modesto intento de ir más allá de los Estados, es precisamente el nacionalismo en todos ellos, aunque en grados diferentes. Que se lo digan a los Brexiters. En resumen: hay un movimiento centrípeto hasta formar una sola entidad, el Planeta, el sistema mundial o el sistema-mundo que no es término que a mí me convenza, y, simultáneamente, una tensión centrífuga que casi suena a «sálvese quien pueda» o el «ande yo caliente, ríase la gente» o, más clásico «después de mí, el diluvio» que diría el rey francés que, de hecho, pudo sufrir el tal diluvio y no diría yo que no se vaya a sufrir ahora.

El segundo tema consiste en el reconocimiento de entidades que han tomado el mando en el aparente desorden mundial: a río revuelvo, ganancia de pescadores. Y los pescadores son no los diversos foros y clubes creados para introducir algo de orden (Davos, Bilderberg, Trilateral) sino las multinacionales. Cierto que algunas de ellas, al tener su base en un país, tendrían que llamarse, más bien, transnacionales, un escalón por debajo de las multinacionales que, como pretendía el Manifiesto Comunista para los proletarios, sí puede decirse de ellas que «las multinacionales no tienen patria». Años también de levantar acta del auge mundial de estas mundializaciones empresariales y del viejo dato según el cual la cifra de ventas de algunos de estos gigantes económicos es superior al producto interno bruto de muchos países. Capacidad, la tienen. Valor, se les supone. Y de sus intenciones hay indicaciones, pero no certezas. Y casos extremos como las empresas que han ocultado sistemáticamente a sus accionistas las evidencias sobre el cambio climático mientras financiaban a los negacionistas del mismo. Saltarse al Estado no era tan difícil, aunque algunas se hayan encontrado con juristas dispuestos a defender al accionista.

El tercero parecería nuevo a primera vista, pero es que las multinacionales tienen dueños, personas que tienen capacidad de mover a las multinacionales y comprar a los gobiernos «balkanizados»: los híper-millonarios sobre los que Credit Suisse ha publicado un informe en la misma línea que lo había hecho Oxfam: cuántos son, si son más o menos, qué peso tienen en la economía mundial. No los llama «cosmocracia», pero es un término que también tiene ya años de existencia y con el que se quería calificar a estos híper-ricos, cuya fortuna puede tener orígenes muy diversos, que, casi por necesidad, no forman una entidad compacta, pero cuyo papel en el «ordenamiento» del mundo no puede ser minimizado. Y se dice «ordenamiento» para referirse no a sus frecuentes actos filantrópicos (a veces solo para reducir impuestos) sino al uso que pueden hacer de su poder para dar rienda suelta a uno o dos de los pecados capitales: la codicia y la avaricia. Una nota no precisamente marginal: el mayor grupo de ultra-ricos está en los Estados Unidos seguidos por la China; sus respectivos ultra-ricos son los que más se han enriquecido últimamente.

Nada excesivamente nuevo bajo el sol.

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