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Pura cosmética

Gran parte del debate territorial que tenemos abierto en España ya se resolvió hace cuarenta años con un gran pacto que se bautizó con el nombre de España de las autonomias. Hoy estamos en lo mismo. La disputa ideológica entre los que, como hace cuatro décadas y ahora reanimados despues de años alergados, quieren centralizar el Estado; y los que, por contra, proponen un autogobierno efectivo para sus territorios. Esa es la cuestión. El punto medio entre esa «dos Españas» son las autonomías. Hay regiones que nunca hubieran aspirado a un desarrollo como el que tienen sin el nivel de descentralización desplegados por la Constitución y sus Estatutos. ¿Se deben corregir los excesos que se han producido en ese sistema durante estos años? Por supuesto. ¿Tenemos que arbitrar soluciones para que todos -repito, todos- nos volvamos a sentir cómodos? También. Pero ponernos a discutir ahora otra vez sobre algo que nos va a llevar a la misma alternativa de hace cuatro décadas parece una pérdida de tiempo que no nos podemos permitir. O somos capaces de respetarnos y entendernos unos a otros. A aceptarnos como somos con nuestras diferencias y con nuestros acentos; o será muy complicado que avancemos. Con imposición, sea del lado que sea, no habrá salida para ninguno de los conflictos. Sólo desgarro. Y ahora mismo estamos a una distancia sideral de una solución factible.

En este escenario tan complicado y después de siete años de bloqueo, se ha tenido que tramitar en Madrid la reforma de nuestro Estatuto -aprobada hace semanas en el Congreso y ayer mismo «in extremis» en el Senado para que pueda volver a las Cortes antes de que finalice la legislatura- con el objetivo de corregir uno de esos excesos que se han cometido: la discriminación sistemática que ha sufrido esta Comunidad en el reparto de las inversiones del Estado durante años y años. Nunca hemos tenido los valencianos un trato justo desde Madrid. Ni con las inversiones ni con la financiación. No nos comprenden. Pero tampoco les ha hecho falta -ya saben aquella anécdota del empresariado autóctono que acaba siempre peleado- mientras aquí un Consell tras otro pegaba la «cabotà» genuflexa cada vez que en la Moncloa decían una cosa aunque nos acabara perjudicando muchísimo.

Es cierto que desde que se produjo el cambio en 2015, el Consell del Botànic con Ximo Puig y Mónica Oltra trazó un relato político para exigir la reforma de la financiación y un peso en las inversiones similiar a nuestro volumen de población. Ese mensaje se extendió en el tiempo especialmente mientras Mariano Rajoy se mantuvo en la presidencia del Gobierno pero se acabó diluyendo, especialmente entre los notables del PSPV, cuando Pedro Sánchez le relevó con una moción de censura. Este breve mandato socialista se acaba sin nueva financiación y sin un presupuesto -tumbado por la derecha del PP y Cs junto a los independentistas catalanes- con una inversión acorde al peso que tiene la Comunidad. Pero no pasa nada: tenim nou Estatut. ¿Vale para algo este larguísimo periplo parlamentario de ocho años para la ley que determina el autogobierno de los valencianos? De poca cosa. Nadie sabe lo que ocurrirá tras las elecciones del 28 de abril. Nadie sabe si un nuevo gobierno respetará esa cláusula que promete un nivel de inversión pero no obliga a nada. Y nadie asegura, encima, que ese reparto se equilibre, a su vez, en un territorio donde cohabitan la tercera ciudad del Estado -València- con la provincia -Alicante- más grande que no es capital autonómica. Así que, de salida, el nuevo Estatuto es cosmética. Pura cosmética.

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