Colocados ante las elecciones generales más envenenadas de la historia reciente de España, el miedo se ha convertido en el gran argumento de la política española. Nunca, ni en los lejanos tiempos de la Transición, se había visto a tanta gente asustada ante los resultados de una cita electoral. Los grandes asuntos parecen haber desaparecido del debate y se han visto sustituidos por oleadas de pánico incontrolado e insano. Conscientes de este estado de ánimo general, las direcciones de los partidos han decidido olvidarse de las propuestas en positivo y se dedican a atemorizar al personal con los desastres que caerían sobre el país en el caso de las urnas les dieran la victoria a sus oponentes. El voto a la contra será, sin ningún género de dudas, la gran estrella de los comicios del 28 de abril y no hay encuesta en este mundo capaz de predecir las reacciones de unos ciudadanos atenazados por la incertidumbre y por el temor al futuro.

El gran circo del miedo se ha instalado entre nosotros y hay versiones para todos los gustos y para todas las tendencias ideológicas.

La gente de izquierdas está aterrorizada ante la deriva que está tomando el Partido Popular de Pablo Casado. Sus intervenciones sobreactuadas no dudan en recurrir a los sentimientos más primarios para meterle el canguelo en el cuerpo al votante. Conceptos terribles; como traición, felonía, complicidad con el terrorismo o destrucción de España aparecen continuamente en su discurso. La sensación de que el gran partido de la derecha española está desandando el camino de la moderación para meterse en una revisión general de los grandes consensos que han mantenido viva nuestra democracia crece entre amplios sectores de la opinión pública, que se temen un traumático regreso al pasado.

Por su parte, los electores de derechas contemplan con terror la figura de Pedro Sánchez, al que se ha etiquetado para siempre como un peligroso arribista sin escrúpulos, capaz de recurrir a cualquier cosa con tal de mantenerse en el poder. Alrededor del líder socialista se ha generado una literatura altamente tóxica, que hace que muchos españoles consideren su continuidad como una catástrofe nacional. Se empezó cuestionando su acceso al poder a través de una moción de censura democráticamente irreprochable y se ha acabado por convertirlo en un peligro público, capaz de vender España a los independentistas con tal de seguir subido al machito. No hay ni un minuto de tregua para el presidente de Gobierno: sus evidentes torpezas son explotadas hasta la extenuación y sus aciertos son descalificados sin el más mínimo asomo de piedad.

Los nuevos partidos tampoco contribuyen a mejorar está atmósfera enrarecida por el uso abusivo del terror como arma política. Ciudadanos parece empeñado en desprenderse rápidamente de cualquier elemento centrista de su discurso. Sus anuncios insistentes de que nunca pactará con el PSOE y su desafortunada aparición en la fotografía de la Plaza de Colón asustan a los más moderados y lo convierten en una versión modernizada del PP con otros nombres y con otras caras, frustrando cualquier posibilidad de actuar como bisagra y de captar electores desencantados de la izquierda. Mientras tanto, Podemos entra en un proceso de desorientación y de decadencia, al constatarse su incapacidad para convertirse en una alternativa creíble al PSOE. La formación de Pablo Iglesias sufre una continua sangría de votantes espantados por la radicalidad de sus planteamientos y por sus continuas contradicciones políticas.

Y por encima de todos, Vox. La formación de Abascal es la gran beneficiaria de este ambiente de miedo general. El temor a una realidad cambiante e inexplicable ha disparado sus cifras de votantes y el partido ha conseguido algo que parecía imposible: asustar por igual a la derecha y a la izquierda; a los sectores conservadores, porque les puede quitar votos y a los progresistas, porque su aparición supone la consolidación definitiva de la extrema derecha en el mapa político español.

La cita del 28 de abril sitúa a millones de españoles ante la horrible perspectiva de elegir un mal menor. El irresponsable uso del miedo como instrumento de propaganda política amenaza con quitarle hasta la última brizna de ilusión y de esperanza a las convocatorias electorales, convirtiendo la gran fiesta de la democracia en algo más parecido a un ajuste de cuentas que a una celebración cívica.