La actividad conjunta de ese día entre los 12 alumnos del programa de intercambio de un Gymnasium alemán y nuestros 12 alumnos, todos de entre 16 y 18 años, consistía en medir la reacción de cada una de las partes ante el mismo supuesto dilema moral. Ésta es la situación: Tú vas de copiloto con tu madre en el coche por la ciudad. Tu madre está wassapeando mientras conduce. Un peatón cruza por un paso cebra. Tu madre no reacciona a tiempo de parar y lo atropella. Las lesiones lo dejarán en silla de ruedas de por vida. Llegada la hora de la declaración judicial te preguntan si tu madre estaba utilizando el móvil en el momento del atropello. Sabes que decir que no ayudará a tu madre, pero estarás mintiendo. Y decir que sí condenará a tu madre, pero estarás diciendo la verdad. Y ahora los 24 alumnos de las dos nacionalidades escriben sus respuestas en una hoja de papel. El resultado es demoledor: 10 de los 12 alumnos alemanes dirían la verdad, aunque ello implicase condenar a su madre a pena de cárcel. 10 de los 12 alumnos españoles mentirían para salvar a su madre. Mismos números, mismo porcentaje, resultado diametralmente opuesto. Cada cual que saque sus conclusiones.

Soy directora de un instituto de educación secundaria. Estar en la dirección de un centro, además de otras muchas funciones, también significa gestionar con implicación relativa todos y cada uno de los conflictos de convivencia que surgen casi a diario. El más llamativo del curso pasado se produjo en un 3º de ESO que, dicho sea de paso, traía de cabeza a gran parte del equipo docente. Un día, cuando entraba la profesora de castellano en el aula, «alguien» soltó un ratoncito blanco y se generó el caos: otro «alguien» pisó accidentalmente al animalito y se sucedieron gritos, empujones, carreras, aplausos y risas histéricas. Inevitablemente se inició una investigación para desenmascarar a los responsables de la gamberrada ya que, como era de esperar, la autoría se mantenía en el anonimato. Lo intentamos todo: charla reflexiva al grupo sobre el bien y el mal, que intentaran empatizar con la profesora, que si sabes quién ha hecho algo mal y no lo dices eres cómplice y mereces el mismo castigo, bronca tradicional con amenaza de sanción, entrevistas individuales con el juramento expreso por nuestra parte de que cada declaración iba a quedar en el anonimato, y por supuesto, escribimos correo a los padres de todos los alumnos relatando lo ocurrido y pidiendo colaboración, aunque sólo unos pocos contestaron ofreciendo ayuda y apoyo. En definitiva, más de un mes anduvo liado el jefe de estudios con el asunto hasta que se solucionó el caso.

La anécdota no termina ahí. El Jefe de Estudios y yo estuvimos presentes en la reunión de padres del primer trimestre con ese grupo, acompañando a la tutora. Nuestro interés no era sólo darles la versión oficial del «caso ratón». Queríamos expresar nuestra preocupación por el hecho de que sus hijos debían aprender cuanto antes que todos podemos tener una parte de responsabilidad, por participación activa o pasiva, en conflictos en los que podemos vernos implicados a lo largo de nuestras vidas, no sólo en el centro. Que callar, mira hacia otro lado, no es de recibo. Que dar un paso hacia adelante y decir al autor de los hechos «eso está mal» nos ayuda a madurar. Que no consentir lo que no es lícito nos hace mejores ciudadanos. Y que, en definitiva, necesitábamos la colaboración de ellos, de los padres, para educar a sus hijos en ese sentido. Las reacciones no se hicieron esperar. Algún padre expresó su confianza en el centro y ofreció colaboración. Una madre intervino diciendo que ella siempre le decía a su hija que no se metiera en problemas y que no dijera nada aunque supiera cosas. Otro padre, que cómo pretendíamos que chicos de esa edad delataran a sus iguales. Algunas caras, afortunadamente no todas, asentían conforme estos padres hablaban. Otros tantos, ni siquiera intervinieron. Quizás porque es más cómodo callar que implicarse. Tuve la sensación de tener un muro delante de mí.

Otro caso más. Más serio. Más triste. Más dramático. Hace escasamente un mes, una profesora de nuestro centro abandonó momentáneamente el aula, dejando todas sus pertenencias sobre su mesa, con el objeto de hacer unas fotocopias. Durante su corta ausencia, un alumno se levantó de la silla, se dirigió a la mesa de la profesora, metió la mano en su bolso, cogió su monedero, lo abrió, le quitó 20 euros, se los guardó en el bolsillo, volvió a poner el monedero en el bolso y se sentó. Y todo ello en presencia del resto de la clase. Nadie reaccionó. Nadie increpó al ladrón. Nadie dijo nada a la profesora, ni en público ni en privado. Nadie impidió ese hecho vergonzoso que, mirando más allá, no refleja sino una sociedad aquejada de una crisis ética y moral seria y muy preocupante. ¿O son cosas de la edad? La profesora volvió y la clase siguió con normalidad.

Desgraciadamente, en el centro situaciones donde alguien infringe la norma se producen a diario. Y en esas situaciones siempre hay observadores silenciosos (no todos, afortunadamente) que consienten, que sienten que lo que está mal no va con ellos, que no dicen nada porque no son «sapos», como ellos mismos se llaman, que ven el «delito» como normal y que se convierten en cómplices sin sentir ni un ápice de responsabilidad en lo que pasa a su alrededor porque «ellos no han sido». Y de lo que pasa en el centro a lo que puede pasar cuando ya no están en el centro, hay un paso, como lo hay de la adolescencia a la madurez.

En este sentido, el gran reto educativo y cívico está servido. Lamentablemente, no es sólo un reto del ámbito escolar. Es un reto familiar. Es un reto social. Es un reto político. Es un reto de ir todos a una desde el convencimiento de que entre todos podemos hacer una sociedad mejor, un mundo mejor.

Frecuento Alemania por razones personales y familiares. Según mi experiencia, si vas por la calle y tiras un papel al suelo, os garantizo, en el 90 por cien de los casos, que la persona que tienes detrás, esa persona que no os conoce de nada, esa persona anónima, os va a recriminar vuestra acción con una buena bronca. Sencillamente porque lo que has hecho está mal.

Cada uno que saque sus conclusiones.