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Cumplir las reglas exige cambiarlas

La evolución del PIB y del empleo durante los últimos años en la zona euro ha sido relativamente satisfactoria; ya no estamos en situación de grave crisis, pero la vulnerabilidad de nuestras economías sigue presente.

La deuda pública es incluyo mayor que antes del inicio de la crisis; el nivel de paro se mantiene bastante elevado en varios de los Estados miembros de la UEM, y existen unas grandes diferencias, entre unos países y otros, en cuanto al saldo de su balanza por cuenta corriente, lo que evidencia la subsistencia de profundos desequilibrios.

La recuperación se ha sostenido, única y exclusivamente, gracias a que el BCE ha desarrollado una política monetaria muy expansiva, utilizando instrumentos no convencionales. Pero la política de nuestro banco central, más temprano que tarde, tenderá a la normalización, lo que la convertirá en más restrictiva, mientras los problemas estructurales de la arquitectura de la zona euro, que algo han mejorado, no se han resuelto totalmente.

En resumen: la zona euro no está preparada, con los instrumentos a su alcance, para hacer frente a una recesión, y mucho menos si se produjera una crisis financiera importante. La UEM no está fuera de peligro, ni mucho menos; parece que, simplemente, está esperando a que se produzca una nueva crisis para ver cómo reaccionar.

Las reformas realizadas desde el inicio de la crisis no han sido suficientes, ya que la mayor parte de la agenda reformista planteada es rechazada, sistemáticamente, por los países del norte, que parecen muy cómodos con el statu quo y con la defensa acérrima a los intereses nacionales, por encima del proyecto de la UEM.

A los obstruccionistas no les avalan ni el conocimiento económico ni la evidencia empírica. Pero exigen una estricta obediencia a las reglas fiscales en vigor, cuando las mismas se han demostrado ineficaces para resolver eficazmente situaciones de crisis como la vivida, y también la implantación de reformas estructurales que, en la mayor parte de las ocasiones, están destinadas a desmantelar los pilares del estado de bienestar.

El actual sistema del euro no es viable. Sería intrascendente que lo dijera yo, pero existe un amplio consenso académico que lo avala, y, lo que es más relevante, lo pone de manifiesto el informe emitido en 2015 por los cinco presidentes de las instituciones europeas (Comisión, Cumbre del Euro, BCE, Eurogrupo, y Parlamento Europeo), en el que, para garantizar la sostenibilidad de la moneda común, se reclama un conjunto de reformas que no han sido abordadas.

En concreto, además de otras -como la necesidad de disponer de un prestamista de último recurso con plenas funciones, o completar la unión bancaria, incluyendo un fondo de garantía de depósitos operativo, o abordar el problema de los desequilibrios en la balanza por cuenta corriente- existe un reconocimiento explícito de que las reglas de política fiscal para los países de la UEM, que están mal diseñadas, deben cambiarse.

La solución política sería relativamente sencilla: una moneda única, para que cumpla eficazmente su función, sin riesgos de choques asimétricos, requiere un Estado único. Pero dado que eso resulta altamente improbable en el momento actual, y que la estructura vigente se ha mostrado ineficaz, hay que cambiar la gobernanza del euro.

La crisis de la moneda única dio lugar a un amplio debate académico, que lógicamente se trasladó al ámbito de la política, sobre las bondades y los inconvenientes de las políticas de consolidación fiscal, popularmente conocidas como «de austeridad». De esa discusión se ha derivado un amplio consenso en el sentido de que «la austeridad no funciona». Sin embargo, en algunos países de la eurozona sí ha dado unos resultados razonablemente buenos, con unos efectos adversos sobre el crecimiento y el empleo de corta duración.

Podríamos decir, a la vista de la evidencia, que es difícil concluir con un «sí» o con un «no», sin más matices, a las políticas de consolidación fiscal. Pero sí se puede negar que resulte apropiado imponerlas de forma generalizada, con independencia de las circunstancias concretas de cada país.

El problema radica en que, en muchas ocasiones, la consolidación fiscal ha dado lugar a una mayor relación entre la deuda pública y el PIB, como consecuencia de los efectos que, sobre la producción, suele tener la austeridad. Y lo que es peor, hay estudios que sostienen que los efectos negativos permanecen a largo plazo, en la medida que afectan al producto potencial.

El debate está, por tanto, en si es o no es posible cambiar las reglas, de forma que quepa diseñar una política fiscal más activa a escala de la UEM. Hay varios países, algunos suficientemente grandes, que tienen margen presupuestario más que suficiente, que, de destinarse a la inversión, tendrían efectos muy positivos sobre el crecimiento económico del propio país, y también sobre el del resto de los socios. Lamentablemente, el concepto de solidaridad ha desparecido, al menos temporalmente, del proyecto europeo. De forma alternativa se podrían crear mecanismos comunes que, llegado el caso, pudieran compensar la ausencia de una capacidad fiscal centralizada.

Un funcionamiento correcto de una unión monetaria exige disponer de instrumentos fiscales que puedan estimular la demanda cuando resulte necesario. La política fiscal en la UEM-si es que hubiera existido discrecionalmente como tal- ha tenido un comportamiento pro cíclico, por lo que sería muy conveniente crear algún tipo de instrumento fiscal de carácter supranacional que dispusiera de un fondo de estabilización.

Ser tan estrictos con los niveles de déficit y de deuda, con independencia de cuáles sean los niveles de producción y paro, no es la solución. No siempre, pero, en muchas ocasiones, el desempleo es consecuencia de un reducido nivel de gasto. Si las empresas y los particulares no gastan más, en tales circunstancias es razonable que lo haga el sector público. Pero en la UEM parece que nadie es responsable del nivel de desempleo. La Comisión Europea carece de presupuesto para desarrollar una política fiscal activa y discrecional; pero los gobiernos nacionales tampoco pueden asumir toda la responsabilidad, porque su nivel de gasto está estrictamente regulado en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. De ahí se deriva un gran problema fiscal que, finalmente, se convierte en un problema político.

Para un número creciente de ciudadanos del continente, la Unión se identifica, cada vez más, con una burocracia neoliberal que genera desigualdad, en lugar de dedicarse a cumplir las promesas de prosperidad e integración contenida en los Tratados.

La política monetaria está en su máximo grado de expansión y de ello se ha derivado un tipo de cambio muy favorable para el euro que ha incentivado las exportaciones. Ahora, ante una hipotética recesión, solamente nos queda la política fiscal para combatirla, aunque para que ello sea posible algo debería cambiar, lo que no parece fácil que suceda.

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