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Votar es una fiesta

Cuando paso cada día delante de su casa y la veo plácidamente sentada al sol en su butaca ante el portal leyendo algún libro, no puedo evitar pensar que mi vecina debe ser la mujer más feliz del mundo. No lo es, claro, como casi nadie: es viuda, a su pensión le faltan cientos de euros para ser mileurista, tiene a su cargo a dos nietas todas las tardes y le cruje el reúma cada mañana húmeda de invierno. Hablo bastante con ella. La última vez, sobre la decisión de Pedro Sánchez de convocar el 28-A. «Menudo lío -le digo-, después vendrá el 26-M, más de dos meses de campaña permanente, discursos furiosos, ruidos en atriles, palabras en guerra». Ella eleva la mirada por encima de sus gafas de lectura y con ojos severos contesta: «No nos quejemos, fill meu (llama hijo a cualquiera de menos de 50); es bueno votar: estuvimos años y años sin hacerlo». Me gusta esa pedagogía a pie de calle que no ve sólo las elecciones como una costosa fábrica de potenciales promesas que jamás se cumplirán, sino que tira de memoria histórica para reivindicar que la democracia es una fiesta. Vale que hay quienes la magrean reduciéndola a colgar grandes banderas de treinta metros en la plaza de Colón para exigir el voto; vale que con el calendario diseñado por Pedro Sánchez acabaremos por no hablar nunca de a quien tenemos que votar mi vecina y yo para que nos arreglen nuestro barrio viejo, que es lo que nos interesa. Pero aún imperfecta y miserable, esta fiesta es lo único que tenemos. Mi vecina bien lo sabe: nacida en 1945, no pudo votar por primera vez hasta que era una mujer adulta y con hijos.

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