Hay continuidad en la determinación y desprecio al riesgo de Pedro Sánchez. Desde que, poco conocido, ganó las primarias del PSOE con el apoyo de Susana Díaz, a su desafío (al aparato) y desobediencia (a Susana) cuando intentó ser investido presidente en la primavera del 2016 con el apoyo de Cs (y de Podemos, que le falló).

Desde su negativa a facilitar la investidura de Rajoy a finales de aquel año, que le hizo dejar la Secretaría General del PSOE y su acta de diputado, hasta su victoria en las primarias del 2017 (contra Susana Díaz) y su moción de censura contra Rajoy (tras la sentencia de la Gürtel) que le llevó a la Moncloa con el apoyo de Podemos, el PNV y los independentistas.

Desde su decisión de no convocar elecciones en septiembre, cuando las encuestas le sonreían en plena luna de miel de su «gobierno bonito», y su empeño en presentar unos presupuestos, vendidos como fantásticos, y su voluntad de luchar hasta el límite (polémica figura de relator incluida) para hacerlos aprobar.

Y finalmente en su decisión -derrotado por una conjunción extraña del independentismo dividido ( Torra y Puigdemont en cabeza) con la triple derecha de la plaza de Colón- de levantar acta de que sin presupuestos no podía gobernar y convocar con rapidez elecciones generales. Sin juntarlas con las europeas, autonómicas y municipales. Solo ante el peligro. Cual Gary Cooper.

Pedro Sánchez es tenaz (sus enemigos dicen terco, tozudo o iluminado). Lo sabíamos. Pero ayer emergió otro Sánchez, pausado, moderado y razonable. Un Sánchez que quería impresionar a las prudentes madres de familia con, como entonces se decía, hijas casaderas. El yerno ideal.

La clave la dio cuando una periodista le preguntó si no temía la desmovilización de la izquierda (como en Andalucía). Respondió que quería movilizar no sólo a la izquierda sino a muchos más porque España se jugaba seguir hacia adelante y no hacer marcha atrás. Ayer Sánchez, en los cuarenta minutos de relajado mitin (rueda de prensa incluida), en el que comunicó la convocatoria electoral, se presentó como el candidato de un centro izquierda serio. Casi como de centro. En el 4,65 (en una escala de 1 a 10, en la que el 10 es la extrema derecha) en el que se sitúa la media de los españoles.

La oposición conservadora dirá que el lobo se vistió con piel de cordero. Quizás. Lo que es seguro es que tiene instinto. Sabe que los españoles sitúan al PP en el 8 (demasiado a la derecha), que la plaza de Colón puede teñir a Cs y que el radicalismo de Podemos ha pasado de moda. Es de hace dos temporadas. Esteban Hernández decía en El Confidencial que incluso querría ganar a lo Rajoy. Sin aristas. Algo hay, pero es más galán de cine y -como presumió un momento- no espera sentado como Rajoy, sino que coge el toro por los cuernos.

El líder socialista tiene dos frentes en la campaña. El primero es el económico y social. Apelará con determinación a todos aquellos -son muchos- que creen que la salida de la crisis no ha corregido las desigualdades. Por eso remachó lo del salario mínimo, el aumento de sueldo de los funcionarios y la revalorización de las pensiones con el IPC. La receta socialdemócrata clásica que peca de tradicional pero que es popular ante una derecha - Casado no tardó en confirmarlo- que predica la baja y la supresión de impuestos como condición de la eficacia económica. Y como la economía va bien y se crea empleo -gracias a que Rajoy y Sánchez no desatendieron las indicaciones de Bruselas y el BCE inyectó oxígeno bajando los tipos de interés-, la receta parece creíble y posible.

Aunque puede ser arriesgada si la economía se desacelera demasiado. ¿Peca de optimismo? Quizás, pero quien le examina es el español medio que quiere vivir algo mejor, no un tribunal de ortodoxos economistas de la Escuela de Chicago. Además, los últimos días ha entrado en liza María Jesús Montero, la ministra de Hacienda, más desacomplejada y directa que Carmen Calvo o la ministra portavoz.

La socialdemocracia es una baza. Luego está la transición ecológica para todos los que se asustan (con razón) de los peligros del cambio climático. Y las reivindicaciones de las mujeres cuando se acerca el aniversario de las grandes manifestaciones del 8-M. Aunque en Estados Unidos votaron más a Trump que a Hillary.

Pedro Sánchez sabe, no obstante, que tiene un talón de Aquiles, un punto negro que le puede liquidar y que Casado y Rivera ya están usando -y abusando-, y que no dejarán de utilizar. La acusación repetida (y cierta) de que llegó al Gobierno con el voto de los independentistas y la menos cierta (en parte falsa) de que ha sido rehén de los que quieren romper España y que -si la derecha no lo impide y la aritmética lo permite- lo volverá a ser tras las elecciones. Sánchez se va a defender con argumentos racionales y emocionales (menos).

Los emocionales. Quiere la España inclusiva y abierta frente a la exclusivista y cerrada de la plaza de Colón con una gran explosión de banderas y con Casado, Rivera y Abascal revueltos en una foto tan conjunta como avergonzada. La España del diálogo frente a la de los balcones y los enfrentamientos.

Y los más racionales. Ya se ha visto que no acepta chantajes y por eso los separatistas le han vetado los presupuestos. La moción de censura tuvo los votos independentistas, sí. Pero el rechazo a los presupuestos sólo ha sido posible porque ERC y el PDeCAT han juntado sus votos con los de los que 72 horas antes se manifestaban para salvar a España del independentismo.

El PP dice que defiende España, pero los dos referéndums ilegales se hicieron bajo gobiernos de Rajoy. Cuando el PP tuvo que recurrir al 155 hace menos de dos años contó con la lealtad del PSOE. Ahora que gobiernan los socialistas, no sólo no hay lealtad ninguna, sino que se usa Cataluña para atacarle acusándole incluso de golpista. Dentro de la Constitución el máximo diálogo, fuera de la Constitución, nada. Son argumentos. Pero los sentimientos ofendidos -y Torra los genera en abundancia- muchas veces pesan más que la razón.

Sánchez abrió ayer desde la Moncloa su campaña. Con aplomo y moderación e invocando la España de todos y frente a los que no ven otra solución a la crisis catalana que el 155.

Las urnas hablarán el 28 de abril y es posible que -si no hay sorpresas- la conformación de una mayoría parlamentaria no sea fácil. La mayoría absoluta de la triple derecha es posible, pero no fácil. El PSOE será, según las encuestas, el partido más votado, pero quedará lejos de la mayoría. ¿La alternativa a Frankenstein -la fórmula inestable de Sánchez- es la triple derecha con Vox en el Gobierno? ¿O apoyando desde fuera?

¿Podría fructificar una suma -si se diera- de PSOE y Cs, que hoy parece no solo imposible sino contra natura? Todo está por ver. Y seguramente nada se decidirá hasta después de las elecciones europeas, autonómicas y municipales de finales de mayo. Ese será el momento de los pactos. Y habrá muchos cromos, perdón gobiernos, a negociar.

Hasta el 28 de abril el combate principal -no el único- estará entre el lobo vestido con piel de cordero y el inflexible derechista que sonríe y que dice poder pactar a su derecha (Vox) y a su izquierda (Cs). A Rivera nadie le discutirá su papel de tercero en discordia que puede acabar siendo clave.

Nos esperan semanas de campañas? y de cierta inestabilidad. De una u otra forma vivimos en ella desde las generales del 2015. Cuando el bipartidismo perdió la hegemonía.