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Patriotismo español y pedagogía política

La España en la que creo, la defensa de Alfonso Guerra de la Transición y la Constitución

El embrollo político de nuestro país ha movido a Alfonso Guerra a escribir un libro, uno más en su extensa bibliografía. El histórico dirigente del PSOE reacciona así ante los inquietantes síntomas que observa en la política nacional.

El independentismo catalán campa a sus anchas, los partidos antisistema de derechas y de izquierdas actúan como termitas que no dejan de erosionar las instituciones, el pluripartidismo se muestra incapaz de garantizar un gobierno estable y se ha perdido el respeto a la ley y al adversario político. El cainismo ha vuelto, junto con el resto de los viejos demonios de la política española, poniendo en riesgo la democracia, frágil y de baja calidad. Tras abundar en la misma idea con algunas consideraciones más y la consiguiente advertencia sobre el futuro, Guerra postula que la deriva actual requiere una clarificación, que es lo que intenta con este texto. Su posición no ofrece lugar a dudas. Sin ambages, sale al paso de quienes denuestan la Transición, el consenso, la Constitución y el bipartidismo. Admite que hoy tomaría algunas decisiones diferentes, pero asegura que si las circunstancias fueran las mismas volvería a actuar de manera similar. Se queja del desconocimiento y el desenfoque histórico de los jóvenes, que les impide comprender el significado de la democracia española.

La Constitución, afirma Guerra, fue un "acta de paz". Conviene, pues, preservarla. Por tanto, parece necesario hacer en ella algunos cambios concretos, pero no una reforma amplia que afectara a su núcleo. En el repaso que hace de las distintas propuestas se aprecian las horas de estudio que ha dedicado al asunto en los años que presidió la Comisión Constitucional del Congreso. Con dominio y soltura de jurista cuestiona el reconocimiento de los derechos históricos de la disposición adicional primera, que ve contradictorio con la legitimidad democrática. Guerra se muestra irascible con las pretensiones de los nacionalistas periféricos y no titubea al referirse a las tres ocasiones en que se declaró un estado catalán como sucesivos golpes de estado. Sin abandonar del todo el estilo lenguaraz y cáustico que le define, esta vez Guerra no suscita polémica con lo que dice. Es sorpresa más bien lo que provoca su insistencia en reclamar un patriotismo español constitucional y una mayor cualificación política.

En relación con lo primero, opina que España es una realidad muy vieja y que en 1812 nació de verdad la nación española. Y pide que la unidad de España, entendida como igualdad entre los españoles, sea defendida sin complejos bobos por la izquierda. En relación con lo segundo, constata lo descuidada que ha estado la socialización política de los jóvenes, lamenta la oportunidad perdida con la asignatura de la Educación para la ciudadanía y hace votos para reparar este clamoroso déficit de nuestra democracia. Ambas demandas esconden, en cierto modo, una autocrítica implícita, un reproche de Guerra a sí mismo. Es verdad que tuvo que prestar atención prioritaria a problemas más urgentes, pero esta no es suficiente excusa. Guerra era muy consciente de la dimensión histórica que tenía el problema de la democracia para los españoles y ejerció de vicepresidente del Gobierno precisamente durante la década de consolidación de la democracia, cuando todavía era palmaria su fragilidad. A decir verdad, la mayoría de los líderes de la Transición hicieron política pensando en despejar el futuro de España y absortos, así continúan, en la disputa del poder. Fueron pocos los que practicaron el oficio con una intención pedagógica. La democracia paga hoy las consecuencias.

Sin poderes, despojado de honores por su partido, de cuya dirección se ha distanciado por la evolución reciente de la posición del grupo socialista del Congreso entre la investidura de Rajoy y la moción de censura firmada por Sánchez, que considera cuando menos una operación engañosa, Alfonso Guerra cabalga en solitario alertando de la balcanización de España, y promete mantenerse en la brecha y no desfallecer nunca. Aunque se encuentra algo aislado, debido a medias a una tendencia propia y a una decisión ajena, encuentra inspiración en Norberto Bobbio y en Adolfo Suárez. El libro es una larga divagación sobre la democracia y la Constitución, que concluye con un ataque frontal a los independentistas. La única solución posible de la crisis catalana, sentencia Guerra, es un cambio de actitud del nacionalismo, pero mientras eso ocurre el Estado debe seguir actuando sin contemplaciones, con la ley y el poder.

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