Coincidirán ustedes conmigo en que para sentarse ante una página en blanco para comenzar a escribir hay que estar de humor. El problema es que ese humor no siempre es bueno. Los acontecimientos cotidianos influyen mucho en los que intentamos pergeñar alguna idea que pueda despertar el interés del lector. Por eso, por mis artículos en esta sección intuirán, seguramente, que el devenir de la realidad ilicitana de los últimos años no es de mi agrado.

De hecho, comencé esta colaboración, en marzo de 2017, con algunas tribunas que exponían los problemas de nuestra ciudad, pero que pretendían mostrar un hilo de esperanza, incluso de cierto optimismo en el futuro, siempre y cuando se corrigieran algunas cuestiones que, en mi modesta opinión, lastran nuestro crecimiento económico y social. Pero, como se suele decir, un pesimista es un realista bien informado, y el hecho de tener que escribir sobre Elche me ha movido a seguir con mucha atención la actualidad local. Este seguimiento ha conseguido alejar de mí el optimismo.

Llegado este punto, creo que lo mejor será dejar a un lado los problemas de nuestra ciudad, pues es un tema aburrido, por recurrente, y centrarnos en la parte literaria que todas las semanas intento introducir. En esta ocasión, me gustaría presentarles a todo un clásico de la literatura norteamericana, Nathaniel Hawthorne (1804-1864). Hawthorne es muy conocido por sus cuentos y por su estilo gótico caracterizado por un fuerte lirismo y una gran carga psicológica; en sus obras, Hawthorne critica con gran acritud la sociedad puritana de su Nueva Inglaterra natal, destacando sobre todas ellas dos novelas de obligada lectura: La letra escarlata (1850) y La casa de los siete tejados (1851).

El género Gótico se caracteriza por elegir temas basados en una profunda melancolía: el amor, las pasiones y la falibilidad del ser humano. En las novelas de Hawthorne subyace una visión cínica y pesimista de la naturaleza humana, con el estudio que el autor realiza en ellas de sus defectos, tales como la hipocresía y la inmoralidad. En La letra escarlata, por ejemplo, uno de los principales personajes es un predicador adúltero. En La casa de los siete tejados, la familia Pyncheon, protagonista de la historia, esconde infinidad de secretos oscuros e inconfesables, a pesar de su relevancia social. La novela también mezcla el realismo y la fantasía.

Pero, en el caso de La casa de los siete tejados, lo más interesante es el tema principal que el autor quiere trasmitir. Ese tema encierra la tesis de que los pecados de una generación se trasfieren a la siguiente. Hawthorne retrata las desastrosas e indelebles consecuencias de los pecados del Coronel Pyncheon, que traen como consecuencia el infortunio para toda su familia durante generaciones. Pyncheon acusa de brujería a un vecino, Maule, para quedarse con su tierra. Maule es condenado a morir en la horca pero, antes de ser ejecutado, lanza una maldición contra el coronel y toda su descendencia: «¡Beberás sangre!», grita mientras es conducido al patíbulo, maldición que será la que persiga a la familia durante generaciones; aunque, como se verá en el transcurso de la novela, la causa última de la desgracia de la familia Pyncheon no será la maldición sobrenatural que creen se cierne sobre ellos, sino su propia codicia y sus malas acciones.

La tesis esgrimida por Hawthorne de que los pecados de una generación se trasmiten a la siguiente, quizás tuviera un sustrato autobiográfico. El escritor era natural de Salem, Massachusetts, una localidad famosa por los masivos juicios por brujería que en ella se celebraron en 1692. Su bisabuelo, John Hawthorne, fue, de hecho, uno de los principales jueces de aquellos procesos que culminaron con la condena de centenares de personas y la ejecución de muchas de ellas, la mayoría mujeres. Este pasado no agradaba en absoluto a Nathaniel y, sin duda, ejerció una gran influencia en sus novelas y en la crítica a esos nefandos episodios que en ellas aparecen.

En Elche también parece que haya recaído sobre nosotros una suerte de maldición. Son muchos los pecados cometidos en los últimos años, por unos y por otros, que ahora nos acechan: el Mercado Central, la peatonalización del centro, el Edificio de Riegos del Progreso, el Hotel de Arenales, la degradación socioeconómica de algunos barrios, la desafección creciente de algunas pedanías respecto del Ayuntamiento, la desigualdad, la falta de inversión en servicios básicos como el educativo, el abandono de las administraciones central y autonómica de nuestro transporte metropolitano y nuestras infraestructuras, la «deuda histórica», o la escasa relación de la ciudad con su universidad.

No obstante, al igual que Hawthorne, yo no creo en las maldiciones, como tampoco creo en las promesas que se suceden cada vez que se acercan unas elecciones. Elche se encuentra en una encrucijada. La única forma que tenemos de librarnos de los pecados del pasado es reconocer donde estamos y saber adonde queremos ir. Ya no somos esa ciudad dinámica y próspera que fuimos, debemos reconocerlo. Ése debe ser nuestro punto de partida para volver a serlo. Tenemos el potencial, pero nos faltan unos dirigentes que pongan esa potencialidad al servicio de la ciudad, no al suyo propio.