Hace unos diez años, una empresa de Barcelona presentó ante la opinión pública un sistema infalible para contar el número de participantes de una manifestación. Utilizando drones y las tecnologías más avanzadas, este grupo de sabios demostró en varias ocasiones que sus cálculos eran altamente fiables y que con ellos se podía acabar de una manera científica con la eterna y ridícula guerra de cifras que acompaña a todas las movilizaciones callejeras que se celebran España. En medio de grandes alabanzas, los autores del descubrimiento fueron paseados por todas las teles y por todos los periódicos del país, que coincidieron en calificar su método como un avance histórico, que marcaría un antes y un después. Aquel despliegue de euforia se desinfló rápidamente, la firma responsable de este hallazgo desapareció del mapa en cuestión de semanas y de ella nunca más se supo. Los contadores de manifestantes siguieron recurriendo a la vergonzante fórmula tradicional: 200 personas según la Policía Local y medio millón según los organizadores.

La empresa que quería solucionar de forma definitiva el debate sobre las manifestaciones murió por falta de clientes. Nadie quiere saber cuántas personas participan en una determinada concentración popular. Nadie tiene ni el más mínimo interés en conocer la realidad. Todos los partidos políticos, todas las instituciones y todos los colectivos que convocan protestas callejeras prefieran la mentira a la verdad. Los promotores elevan hasta cifras imposibles los datos de participación, mientras sus enemigos los reducen aplicando la misma técnica que los jíbaros les aplican a las cabezas de sus prisioneros. Esta burricie estadística nos ha llevado a una situación surrealista: en España no es necesario que empiece una manifestación para saber si es un éxito o un fracaso; pase lo que pase, los organizadores asegurarán que han cosechado un apoyo masivo, mientras que sus adversarios hablarán sistemáticamente de pinchazo.

La manifestación patriótica del pasado domingo en Madrid ha vuelto a poner de relieve esta insólita situación. Los 45.000 participantes estimados por la Delegación del Gobierno, en manos del PSOE, contrastaban hasta extremos risibles con los 200.000 que dicen haber reunido los convocantes, ese dream team de la derecha formado por PP, Ciudadanos y Vox. Queda demostrado, una vez más, que España es el único país del mundo en el que a la hora de saber los resultados de una operación matemática hay que tener en cuenta la tendencia ideológica del autor. Por extraño que parezca, nos hemos acostumbrado a vivir con unas gigantescas horquillas estadísticas, que han llevado hasta extremos delirantes el concepto grosso modo.

Los periodistas españoles llevamos décadas soportando esta tara contable y afrontamos con un pánico atroz ese terrible momento en el que nos toca titular la crónica de una manifestación. Sabemos que nuestras palabras van a ser medidas al milímetro y que unos cuantos miles de lectores nos van a tirar directamente al cuello hagamos lo que hagamos. Para superar este desagradable trance, la profesión ha optado por una salida cobarde pero comprensible: escurrir el bulto. Así las cosas, nuestros periódicos, nuestras teles y nuestras emisoras de radio se llenan de conceptos difusos como: masiva, multitudinaria, festiva, decenas de miles o centenares. Cualquier cosa -incluido el más feo de los eufemismos- antes que tener que recurrir a los temidos números.

Colocados ante la evidencia de que las manifestaciones solo sirven para convencer a los convencidos y para cabrear a los cabreados, sería conveniente abrir un debate sincero sobre su utilidad. Este tipo de actos les cuestan a sus convocantes un pastón en autobuses, bocadillos, megafonías y decorados. A pesar del despliegue económico y organizativo, la rentabilidad política de estos espectáculos de masas suele ser bastante limitada, ya que no se consigue mover a nadie ni un milímetro de sus planteamientos ideológicos iniciales. Se trata, en fin, de coreografías absolutamente inútiles, que no aportan nada y que apenas tienen influencia real sobre los grandes debates cívicos.

En el pecado llevan la penitencia. La insistencia de los partidos en tratar como a tontos a los ciudadanos, proporcionándoles cifras inverosímiles de participación en las manifestaciones, ha acabado por devaluar uno de los instrumentos básicos de presión de cualquier sistema democrático: las protestas de la gente en la calle.