Ser autónomo no es fácil. Palabra de hija de autónomo. No hay jornadas laborales. Se trabaja desde que se empieza hasta que se acaba, mínimo entre diez y doce horas diarias. No hay festivos. En mi infancia, por ejemplo, jamás disfrutamos en familia del 15 de agosto. Había trabajo. Lo mismo que todos los sábados y muchos domingos. Mi padre nunca estuvo de baja, no se lo podía permitir; y tuvo la fatalidad de que se le detectara una grave enfermedad una semana antes de cumplir los 65 años, edad a la que se jubiló con 43 años cotizados a la Seguridad Social, por los que recibió entonces una pensión equivalente a 400 euros al mes. Durante la última década, debido a la crisis, desde los poderes públicos se ha instado a que todos nos hiciéramos autónomos, como si aquí fuera posible vivir el sueño americano. Se han llegado a desarrollar programas educativos por los colegios instando a los niños a un futuro laboral como emprendedores, palabra que no es más que el eufemismo que se viene empleando para huir de la connotación de esclavitud que está asociada a la de autónomo desde hace décadas. Como no son tontos, los escolares prefieren ser funcionarios a autónomos (perdón, emprendedores). Sigue sin ser fácil hoy en día, por mucho que el Gobierno haya establecido compensaciones sociales que antes no existían, como el derecho a percibir sueldo cuando se está de baja o poder cobrar el paro cuando se cesa en la actividad. Una minucia, ya que ningún autónomo quiere verse en semejante circunstancia. Si estás enfermo y no trabajas, no ingresas; y si no ingresas, ¿de dónde sacas para pagar todo lo que un autónomo debe pagar? Estos empresarios, la mayoría empresas familiares con el padre y la madre al frente, siempre malmirados, han representado la verdadera resistencia durante la crisis. Pero empiezan a caer, 800 solo el último mes, lo que evidencia no solo que la economía se ralentiza, sino que lo peor está por venir.