El conseller de Cultureta i Bona Educació, Vicent Marzà, estuvo esta semana en el IES Carrús para reconocer el trabajo solidario del centro, en una visita sorpresa que cogió por ídem incluso a las autoridades locales. En Torrellano se enfadaron mucho porque no se acercó por allí a ver cómo va lo del nuevo colegio La Paz (no va) y qué hay de las obras de la fachada instituto (no hay). Y eso que el centro de secundaria de la pedanía también es muy salidario y tiene varios premios europeos, pero ni por esas. Sin embargo, cuentan fuentes apócrifas que el verdadero propósito de la visita del responsable autonómico era conocer de primera mano el estado real de los distintos hitos histórico-patrimoniales amenazados en la ciudad y ayudar a su sostenibilidad (mayormente con puntales).

La cuestión es que, según relatan testigos no presenciales, Marzà quedó antes de ir a Carrús con un compi local del Bloc y, tras colocarse una barba postiza tipo hipster y una peluca a lo Howard Wolowizt, para no ser reconocido por ningún padre/madre de alumno/a pendiente de inversión educativa (ni por la concejal del ramo, Patricia Macià, que también le tiene ganas), inició el recorrido. Comenzó el conseller admirando el racionalismo expresionista de la fachada de El Progreso y se deleitó con el atinado funcionalismo deconstructivista de sus modernos arbotantes y contrafuertes. «Esto va directamente al catálogo de Bienes de Relevancia Autonómica Salvados de la Piqueta [BRASP]», exclamó (en valenciano plurilingüe, por supuesto), aunque su acompañante no lo oyó porque se encontraba en ese momento tomándose un descafeinado con leche sin lactosa en el bar contiguo.

De allí enfilaron hacia la Corredora y, al pasar junto a la casa-palacio de Jorge Juan, el cicerone le explicó la historia y usos del noble edificio barroco (privado, para más señas). «Claro, cómo no va a ser un Bien de Interés Cultural [BIC] -exclamó el mandatario- si la planta baja albergó hace años un taller de bic...icletas». Su acompañante no captó la ironía (si es que la había). Llegados a la Glorieta, el conseller se fijó en los quioscos de las esquinas. «¡Esto sí que son bienes de irrelevancia local, sin duda alguna! ¡Qué líneas más depuradas, qué armonía de aristas y basamentos! De inmediato hago un decreto para protegerlos y catalogarlos. Ya está bien de vender gofres y patatas asadas en unas construcciones de tanto valor histórico-artístico-monumental». El acompañante no sabía muy bien qué contestar. «Verás, es que en realidad apenas tienen 25 años...», murmuró, mientras aligeraba el paso, antes de que Marzà pudiera fijarse en el angelito de la fuente, no fuera que...

Y llegaron al hito capital del itinerario patrimonial, el Mercado Central y su horadado entorno. Allí, el responsable autonómico se deleitó admirando los baños árabes y su techumbre neogótica (las goticas de lluvia hacen mucho daño a piedras tan ancianas). Seguidamente, tras colocarse el casco (aunque no se le encajó muy bien, por la peluca), deambuló por las catas arqueológicas hasta el cementerio descubierto en la mismísima plaza de las Flores, seguramente de época musulmana, pero de la antigua. «Esto ya son palabras mayores. Los difuntos, sean del siglo y la religión que sean, merecen un respeto y la protección más absoluta en su descanso eterno», dicen que dijo el mandatario cultural. «Entonces, ¿vas a paralizar de una vez por todas el proyecto del nuevo mercado y el parking?», preguntó el acompañante. «Si hay que proteger se protege, pero proteger pa ná, pues no. Elaboraremos los pertinentes informes forenses, arqueológicos, antropológicos y geomorfológicos, y le pasaremos los muertos al Ayuntamiento, como corresponde».

Dicho lo cual, la tierra se tragó al conseller. Resulta que había ido a situarse cerca de un trabajador que manejaba un martillo neumático y que, incentivado por la presencia de una autoridad de tan alto rango, profundizó más de lo estipulado, ocasionando un boquete de no te menees, por el que se coló Marzà. Menos mal que llevaba el casco y que cayó sobre unos escalones, a pocos metros de la superficie. «¡Per Jaume I! ¡Pues no he encontrado la entrada al refugio número 3!», proclamó, exultante y alborozado, desde el agujero.

En cuestión de minutos era devuelto a la superficie por los bomberos, mientras entonaba «Soy mineroooo», afectado probablemente por los gases estratográficos. Acudieron al lugar el alcalde y la vicepresidenta del Consell, Mónica Oltra, que por una de esas casualidades preelectorales pasaba unos días en la ciudad adelantando promesas sociales, por si luego se le amontona la faena. Y Mireia Mollà, que echó en cara a su accidentado compañero compromisario y sin embargo coaligado, que no la hubiese avisado para tan trascendental hallazgo. Sin duda habría sido un vídeo más viral que el de la hormiga y la Dama, siempre atenta a aprovechar cualquier oportunidad para la promoción turística de la ciudad. El despliegue convocó a varios concejales ociosos, funcionarios municipales que a esas horas desayunaban/almorzaban en las proximidades (unos 300 o 400, grosso modo), representantes de entidades y agrupaciones diversas a favor y en contra de lo que fuera, y hasta un responsable de Aparcisa que permanecía de guardia en la terraza del mercado provisional dispuesto a encadenarse para evitar el derribo.

«Aquí lo tenéis, vuestro famoso refugio. No era tan difícil encontralo -espetó el conseller a la nutrida concurrencia, limpiándose el barro de los pantalones-. Esto sí que es un BIC en toda regla». Carlos González abrió sus ojos más que de costumbre, pensando que por fin podría endilgar a la conselleria la responsabilidad de cargarse el proyecto del mercado. «Entonces firmas el decreto de paralización y me lo envías...», infirió el alcalde. «Ah, no, eso sí que no. Yo no firmo nada, que esa clase de decretos los carga el dimoni... Yo, todo lo más, cosas como El Progreso».

En esas que emergió del agujero un ingeniero municipal y sentenció: «Nada de refugio. Son las escaleras de acceso al aparcamiento del antiguo edificio de la pescadería».