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La crisis del «relator»

Esta pareja de novicios de la política, uno periodista y el otro editor, ha medido mal la holgura del mecanismo y se ha pasado de rosca

No está bien que el Presidente del Gobierno no haya comparecido después del Consejo de Ministros para explicar a la opinión pública las razones que le han llevado a poner fin al diálogo con los partidos independentistas.

Era elemental que fuese el propio padre padrino de esa política, tan controvertida en el seno del constitucionalismo, quien anunciase el fin de la misma y las razones que le han llevado, a esa conclusión, tan repentina, frente a la permanente e inalterada reclamación de la autodeterminación por parte de los partidos insurrectos.

Todo parece indicar que ha sido el amplio rechazo a esa ambigua figura del relator, con anuncio de manifestación de las «tres derechas», lo que está en el origen del mensaje enviado a la otra parte por la vicepresidenta del Gobierno: «Entiendo que es un 'no'. Suerte».

Es muy posible también que la declaración de Felipe González el día anterior, denunciando la «degradación institucional», haya hecho mella en la quebradiza estrategia del Presidente, sujeta al circense «más difícil todavía» al que le llevaba en volandas el tándem de los dos presidentes activos de la Generalitat.

Esta pareja de novicios de la política, uno periodista y el otro editor, ha medido mal la holgura del mecanismo y se ha pasado de rosca. El inquilino de la Moncloa, por su parte, ha abusado de la resistencia de materiales.

Los presidentes siameses, en sus frecuentes tenidas en Waterloo, han pensado que el presidente Sánchez no rompería la negociación con ellos, por dos razones: la necesidad de demostrar que, a diferencia de su predecesor, él si que debatía y dialogaba y la conveniencia de transmitir a sus colegas de la UE y del mundo, que el diálogo forma parte de esa cultura alejada del «aquí mando yo», que vendría a ser el poso de un franquismo fundente.

Por su parte, el líder socialista ha pasado por alto la humillación personal, el desprecio al Jefe del Estado, el insulto a los españoles y ha aguantado lo que no está en los escritos, a sabiendas de que era el precio a pagar por mantener vivo el ánima del diálogo, al margen de lo que pudiesen opinar los contritos ciudadanos españoles.

El desgaste para el Presidente ha sido excesivo, habida cuenta que en el enredo en el que se ha visto metido estaba implicada la aprobación o no de los Presupuestos del Estado, piedra de toque del mantenimiento de la silla curul.

La proximidad de la apertura del juicio al procés ha venido a coincidir con la tramitación de las cuentas y los partidos independentistas, sabedores de la importancia del momento para la continuidad del Gobierno, se precipitaron, en una carrera contra reloj entre ellos, para presentar una enmienda a la totalidad de las tablas de la ley.

Tras la temeraria firma de la «Declaración de Pedralbes» (que se quedó en un intento de ordenar el marco del diálogo), con el Gobierno ya desbocado subiendo las escaleras de dos en dos, en una muestra de predisposición a hablar sin límites, afloraron las 21 exigencias de Torra, las críticas internas fueron subiendo de decibelios y, con el aumento del ruido, aumentó la incomodidad.

La insistencia soberanista en llevar a la mesa el derecho de autodeterminación, convertía el ejercicio del augusto diálogo para desinflamar en un deporte peligroso para quienes tenían que sortear una valla infranqueable del «no es no».

Pero el empeño de los separatistas en reclamar un derecho de autodeterminación, sin contar con el resto de la nación, era el «grito del corazón» de los presidentes que, con olvido del que debía ser su principal propósito (lograr una convivencia pacifica y razonable entre las dos partes en que han logrado desgarrar la comunidad catalana), se han mostrado belicosos por alcanzar el único objetivo: la república catalana.

Y de ahí nació la figura del «relator», concebida por ellos como la forma de atornillar la idea de una mediación entre iguales, a falta de acuerdo sobre un mediador internacional. O, según parecía proclamar el Gobierno ¿diseñada para actuar sólo como un fedatario sin juicio sobre la legalidad? El relator sería tal vez alguien que, pudiendo expresarse en castellano y catalán, pudiera sacar los colores al incumplidor y, de paso, servir de marcador tumoral en los debates sobre la forma y tiempos de acceso a la independencia.

La acogida que recibió este ingenioso hallazgo parece que fue decisiva en el vuelco que se ha producido en pocas horas. Todo parece indicar que, sin mesa de partidos catalanes, sin avances en la desfranquización y congelada la reclamación de la autodeterminación, habrá, o bien prórroga de los presupuestos o bien elecciones generales en un super domingo apopléjico.

Enterrada la idea del diálogo, con mesa y relator incluidos, se abre la disputa, sulfurada, entre tres fuerzas: una, a la derecha, con tres enseñas, otra a la izquierda con dos y la de los independentismos (¿con cuántas?).

Aquí se va a centrar todo el pulso del debate, que se hace insoportable para una opinión que empieza a temerse lo peor: ralentización económica, un futuro negro para las pensiones, un bienestar que se desmorona, etc.

Estas realidades tan evidentes, que deberían de ser prioridades para todos los políticos, se ven desbordadas por el apetito de unilateralidad de unos, la numantina resistencia en el poder de otros, los que parecen sueños imposibles de los nuevos y las cuentas pendientes con la justicia de los viejos.

¿Y si la congelación del diálogo del Gobierno con los partidos independentistas, fuese un bote de humo para aquietar tanto ruido? Lo que, en todo caso, ha quedado confirmado es que lo del relator tenía que ver con la retirada de las enmiendas a la totalidad de los presupuestos.

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