En apariencia no hay ningún parecido entre dos jóvenes presidentes, el francés Emmanuel Macron y el español Pedro Sánchez. Macron ganó por sorpresa, pero con claridad, las elecciones presidenciales en mayo del 2017 y luego, en las legislativas, La República en Marcha, su partido recién creado, logró la mayoría absoluta. Sánchez llegó al Gobierno también por sorpresa en junio del 2018, pero tras una moción de censura -cuando no era ni diputado- contra el entonces presidente Rajoy, que había ganado las elecciones. Y ahora gobierna sólo con el apoyo de los 84 diputados de su viejo y centenario partido.

Sin embargo, una frase de Macron la semana pasada -soy consciente de que estoy conduciendo en una carretera llena de hielo- es matemáticamente aplicable a Pedro Sánchez. Aunque Macron lleva casi dos años en el poder y Sánchez sólo ocho meses, gobernar las democracias en estos momentos -tras la crisis y con la globalización y la revolución tecnológica a cuestas- no es fácil en ningún país del mundo. Al acabar el primer semestre del 2018 Macron era un gobernante razonablemente satisfecho. Su objetivo de modernizar Francia, de hacerla económicamente más similar a Alemania, estaba funcionando. Había aprobado una reforma laboral liberalizadora y derrotado al poderoso sindicato ferroviario al cambiar las reglas del juego en la SNCF (una especie de Renfe pero más potente). Y su cuota de aprobación, aunque había bajado del 56% inicial, estaba por encima del 40%. Pero en el otoño estalló la protesta de los «chalecos amarillos», con mucha fuerza en la Francia rural, que inicialmente se oponía sólo a la subida del precio del diésel pero que rápidamente se convirtió en una revuelta social generalizada que los sábados paralizaba Francia, París incluido. Y con explosiones de violencia.

El soberbio Macron, meteórico triunfador que había arrebatado el poder al presidente Hollande, que le hizo ministro de Economía, y al Partido Socialista, quedó humillado ante un movimiento inconexo, sin ideología, excepto la protesta contra los poderosos, muy basado en las redes sociales y que reunía tanto a agricultores y pequeños comerciantes, a veces votantes de Marine Le Pen, como a gentes de extrema izquierda.

Macron intentó rebajar la protesta anulando el alza del diésel y cediendo lastre, con un coste anual de 10.000 millones de euros, pero sólo lo consiguió parcialmente. Al mismo tiempo lanzó con pompa lo que llamó el gran debate nacional -ya ha participado en los de cinco ciudades-, reunió a alcaldes de provincias para escuchar e intentó conectar con la calle. Al mismo tiempo ha hecho aprobar en la Asamblea Nacional una ley antidisturbios que no han votado una cincuentena de diputados de su partido. Y está recogiendo resultados. Su cuota de aprobación ha pasado del 24% en diciembre al 34% en febrero y algunos sondeos dicen que su partido ganará las elecciones europeas de mayo batiendo al de Marine Le Pen, que era el más favorecido en el epicentro de las protestas que no acaban de desaparecer. Pero ahora se enfrenta al conflicto con Italia debido a que el líder del Movimiento Cinco Estrellas -y vicepresidente del Gobierno- Luca di Maio ha explicitado respaldo a los «chalecos».

Por eso Macron, consciente de que todo es móvil -y la popularidad más-, admite y advierte que está conduciendo por una carretera helada.

Pedro Sánchez no tiene protestas sociales -los sindicatos están apaciguados a la espera de la reforma de la reforma laboral de Rajoy y se está creando mucho empleo-, pero gobierna sin mayoría parlamentaria para aprobar los presupuestos que necesita para vender una obra de gobierno y con una derecha soliviantada que en su agenda sólo tiene un objetivo: echar al «okupa» de la Moncloa, como confesó su candidata por Madrid, Isabel Díaz Ayuso. Hace dos semanas había que echarlo por ser un supuesto cómplice del dictador Maduro de Venezuela. Ahora -después de que España, junto a Francia, Alemania y Gran Bretaña, haya reconocido a J uan Guaidó- la cosa ha subido de tono.

Pablo Casado le acusa nada menos que de felón, traidor, escarnio para España y otros epítetos similares por estar negociando la figura de un relator para una confusa mesa de partidos con los independentistas (sobre la que todavía no hay acuerdo) y de estar así humillando a España y rindiéndose a los independentistas para que le apoyen los presupuestos el próximo miércoles. Tras el Consejo de Ministros del viernes parece que no habrá ni el peligroso relator ni la diabólica mesa de partidos y que los independentistas tampoco votarán los Presupuestos.

Pero es igual. Todo ha sido una gran exageración -y Pablo Casado no ha ganado imagen de hombre de Estado- pero es cierto que Sánchez quería el voto de los independentistas y que barones socialistas están nerviosos porque creen que la acusación de complicidad con los separatistas -y con un Torra que cada vez que abre la boca excita a mucha opinión pública- puede hacerles perder las elecciones autonómicas de mayo.

Además, Casado apuesta a que la reacción contra el nacionalismo catalán de «la España de los balcones» (como la denomina) puede llenar las calles y convertirlo en el líder más reconocido de la reacción anticatalanista, antisocialista y alérgica a todo lo que huela a Podemos de la España de orden. ¿Ganar a Vox asumiendo parte de las ideas de Vox y agitando el nacionalismo español contra el catalán? No le hace ascos, aunque algunas afirmaciones como que la agenda catalana es igual a la de ETA son tan exageradas (por no decir falsas) que pueden alejarle del electorado tranquilo del centro-derecha al que enerva la crispación.

Quizás Casado se equivoca, pero no hay duda que Pedro Sánchez conduce por una carretera con mucho hielo y que hay barones socialistas (a veces los mismos que le echaron de la Secretaría General del PSOE en el otoño del 2016) que temen que el diálogo con los secesionistas les pase factura. Deben pensar que desinflamar Cataluña está bien, pero con cuidado y sin dar munición a la derecha de cara a las elecciones municipales, autonómicas y europeas de mayo.

¿Qué hará Pedro Sánchez? Tiene que ver cuánto moviliza la derecha el domingo porque no es seguro que el ruido de la calle le perjudique. Los que se manifiesten no le votarían y a los que no lo hagan la movilización con Vox les puede inquietar. Y habrá que ver cómo queda también el campo de batalla el miércoles tras la votación de las enmiendas a la totalidad de los Presupuestos, justo el día después que empiece el juicio contra los dirigentes independentistas en el Tribunal Supremo.

Lo más grave para Sánchez sería no escuchar la reflexión de Macron sobre el hielo en la carretera. Y aquí el hielo es más peligroso porque está en juego la unidad nacional, algo que ni por asomo pasa en Francia y que levanta muchas más pasiones. Y no puede olvidar que, si la derecha le tiene mucha inquina, el «hielo amigo» también existe.