La política española tiene pocos espectáculos comparables al proceso de elaboración de las listas electorales. Durante las semanas previas a la presentación de las candidaturas, en los despachos de los partidos se representa un complicado montaje dramático en el que caben todas las pasiones humanas: la ambición, la fidelidad, la traición, la amistad, los amores apasionados y el odio más letal. Como a los periodistas nos vuelven locos las buenas historias, las páginas de los periódicos nos ofrecen cada día un detallado parte de guerra de estas batallas, en las que alcaldes, concejales y diputados se juegan el futuro político (muchos de ellos también el económico) entre grandes exhibiciones de navajeo y de rumorología interesada. No hay ninguna formación política que se libre de esta dinámica endiablada; todos, desde las izquierdas más radicales a las derechas más recalcitrantes, participan en una desaforada competición, que marcará la vida de nuestros pueblos, de nuestras ciudades o de nuestras autonomías durante los próximos cuatro años. Para bien o para mal, de esta escabechina tan poco edificante saldrán nuestros futuros concejales de Urbanismo, nuestros alcaldes y nuestros consellers de Educación.

Durante los meses previos a unas elecciones, en la política española se abre un inmenso paréntesis. Los proyectos y las ideologías desaparecen de la primera línea de la actualidad y todo el espacio lo ocupan los nombres propios y los números. Nadie habla de carreteras, ni de trenes, ni de centros culturales. El foco de la atención pública se desplaza bruscamente hacia el procedimiento de reparto de puestos en las listas y las secciones de política se llenan de análisis sobre ascensos espectaculares o sobre trágicas caídas en desgracia. Se analizan al detalle hasta los más mínimos gestos de los líderes y de debajo de las piedras surgen especialistas en interpretar las presencias y las ausencias en cualquier tipo de acto público.

Aunque no se puede negar que estos procesos tienen el enfermizo atractivo del morbo, casi todos los expertos coinciden en señalar que el procedimiento de elaboración de las listas electorales es una de las principales taras del sistema democrático que este país se dio a sí mismo durante la Transición. Las direcciones de los partidos se vuelven omnipotentes y protagonizan algo parecido al juicio final: los buenos son recompensados con un buen puesto en la candidatura y los malos se hunden en las tinieblas eternas de la irrelevancia. Los criterios para esta drástica selección son absolutamente arbitrarios, ya que habitualmente pesan más las razones de conveniencia política que la valía real de los aspirantes. Durante atípico periodo de tiempo, la política abandona cualquier conexión con la calle y queda en manos de los aparatos; unos entes sin cara y sin nombre, que toman decisiones que marcarán el futuro de todos los habitantes de una Comunidad.

A lo largo de cuatro décadas, han surgido insistentes voces planteando la necesidad de corregir este defecto de fabricación de la maquinaria política española. Se hablan maravillas de la figura del diputado de distrito inglés y se plantean fórmulas para ligar la designación de los candidatos a los intereses del electorado. En todas estas propuestas se subraya la conveniencia de quitarles atribuciones a las cúpulas de los partidos y de implicar de alguna manera a los ciudadanos en la selección de la gente que aspira a gobernarlos. Ninguna de estas iniciativas ha prosperado y ni siquiera la aparición de nuevas formaciones políticas (con su mensaje de cambios radicales) ha logrado modificar una situación anómala, que ha generado gran parte de los problemas con los que se ha tenido que enfrentar nuestra democracia, incluida en un lugar muy destacado la corrupción.

Cualquier intento de acabar con el triste espectáculo de la gente cambiándose cromos y apuñalándose por entrar en una lista electoral choca con una realidad incontestable: las direcciones de los partidos no están dispuestas a renunciar ni a un gramo de su inmenso poder y enterrarán rápidamente cualquier proyecto que suponga una pérdida de sus privilegios. Aunque esta resistencia resulte comprensible, alguien debería de pensar en hacer algún tipo de sacrificio si se quiere cortar la alarmante tendencia de los ciudadanos a desencantarse de la política y a considerarla como un cuerpo extraño, que nada tiene que ver con sus intereses y con sus necesidades.