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La guerra del taxi

Simplificando en exceso la política admite dos grandes líneas de actuación: una que mira por el bien común y otra que se ciñe a intereses particulares. Se habla de un debate entre modernidad y conservadurismo, pero en realidad la cuestión no es exactamente ideológica, aunque admita esa lectura. Por el contrario, tiene más que ver con una imprescindible adaptación a la realidad. No sólo la globalización ha impuesto un mercado mundial mucho más competitivo, sino que la tecnología y el acceso a la información han roto muchas rigideces que podían tener sentido en otra época, pero no hoy. Es el caso obvio de los colegios profesionales, que reclaman una liberalización urgente, o de la inevitable transformación -otros hablarán de "empoderamiento"- que ha supuesto para la industria hotelera la llegada masiva del alquiler turístico o del intercambio de casas, cuyos efectos no sabemos medir todavía con el rigor suficiente. Ninguna mejora se lleva a cabo sin retrocesos y sería ingenuo pensar que la Historia avanza sólo en línea recta. Los nuevos derechos chocan con los antiguos y se pierden seguridades a medida que se abren oportunidades.

El parón patronal que está llevado a cabo el sector del taxi en Madrid y en otras ciudades españolas refleja ese choque entre dos mundos antagónicos. Difícilmente se puede argumentar que la actual regulación del taxi ponga al cliente en el centro. No lo hace ni por calidad del servicio, ni por precio, ni por variedad. Atenta en gran medida contra la libertad de elección, nos aleja cada vez más de lo que ya constituye una práctica habitual en los principales países desarrollados y rehúye el problema en lo que tiene de distintivo y sustancial en nuestros días. La tecnología -guste o no- es imparable y pretender darle espalda resulta sencillamente suicida. Si no son los VTC -los famosos Uber y Cabify-, será -ya lo es- el carsharing, el coche compartido, que triunfa en media Europa. Asimismo, el votante exige cada vez más un transporte público mejor que libere a las ciudades del peso agobiante de un tráfico excesivo.

Los taxis han planteado mal un conflicto que les concierne directamente, como nos afecta también a nosotros. Convertir a los ciudadanos en rehenes no parece la mejor estrategia cuando se quieren defender los derechos de un pseudomonopolio que se ve amenazado por las nuevas costumbres. En este sentido, la peor publicidad es una huelga salvaje que convierte a los clientes en usuarios forzosos de las VTC. En lugar de persuadir y adaptar sus servicios a un entorno mucho más competitivo, el taxi se empeña en atrasar las manecillas del reloj, una táctica que difícilmente le saldrá bien. Por supuesto, con su presión pueden amedrentar a los gobiernos pero no frenar el curso de la Historia, que al final acaba siempre imponiéndose. No cabe duda de que, por el camino, todas las partes implicadas deberán aceptar cesiones que no satisfarán a nadie completamente y que sólo servirán para ir ganando tiempo; un tiempo que sería necesario para la reinvención del sector, si quiere sobrevivir en el futuro. La famosa "muerte lenta" de la que hablan los portavoces del taxi supone una respuesta miope a un debate sin otra solución efectiva que asumir los cambios tecnológicos, introducir competencia y priorizar a los clientes. Y si no lo hacen, el tiempo lo hará por ellos.

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