En la política, la división tiende a la unidad. A la unidad entendida como un elemento diferenciado y completo que forma parte de una serie o de un conjunto.

A Mariano Rajoy se le entiende mejor después de Vox, una segregación del PP que ofrece una imagen nítida, aunque extraña, porque desayunaba con Aznar; comía gracias a la Organización de los Muyahidines del Pueblo de Irán y le daba la merienda Esperanza Aguirre. Ahora, Vox cena pescaítos con Moreno Bonilla y coincide en el vermú con Pablo Casado.

Convergencia i Unió era una coalición que ahora es difícil de rastrear por la divergencia y la separación, los cambios de nombre y domicilio social y sus fugas hacia delante. El independentismo republicano de derechas está detrás de un complejo entramado societario, pero sus unidades en el poder, Jordi Pujol, Artur Mas, Carles Puigdemont y Quim Torra identifican la corrupción, la amoralidad, la locura y la estupidez.

Ni Unidos ni Podemos, la antigua Izquierda Unida se divorcia por enésima vez, en esta ocasión de Llamazares, el cónyuge monógamo, mientras Garzón mantiene el poliamor con Podemos, un grupo de relaciones informales que despide a cada amante -Errejón, Espinar- con sentimentalismo de bolero.

En el PSOE hay dos unidades visibles con desdoblamiento de género: Pedro Sánchez (y lo que quiera que signifique) y Susana Díaz (con lo que significa). Sobre su falta de diálogo norte-sur pesa la amenaza de un «tenemos que hablar» replicado por un «cuando pares en casa».

A ver si para la próxima aprendemos algo más de pactar y dejamos de oír la cantinela de que «gobierne el partido más votado» que el AVE de la derecha repitió en Madrid y calló en Sevilla.