Que en la política ha entrado el odio y se ha roto el consenso por el cual determinadas cuestiones y líneas eran infranqueables es un hecho incontestable. Basta con analizar los discursos. Se hace política de la tragedia del pequeño de Totalán delante de su angustiado padre, del fenómeno de la inmigración o de la violencia machista. Sale la derecha a jalear un golpe de Estado en Venezuela o los nacionalistas se atrincheran en la ruptura del orden constitucional. Se hace política con las víctimas de ETA, se propone eliminar las medidas de protección de las mujeres víctimas de la violencia machista o se amenaza con derogar leyes que representan el mayor avance de la sociedad, como las del respeto de los derechos de lesbianas, gais, bisexuales y personas trans. Se dice que el matrimonio civil no puede llamarse matrimonio, porque hay una iglesia, o dos o diez, que se quieren apropiar del término de forma exclusiva y excluyente, en una especie de puritanismo sociopolítico difícilmente digerible. Se inventan noticias, se roban datos privados y protegidos en las redes sociales para condicionar y decantar campañas electorales. Pareciera como si la moderación ya no fuese un alto valor de la cosa pública. Y en ese estado de crispación retroalimentada juegan un papel esencial el anonimato, las redes sociales y la globalización. El discurso político de odio tiene dos caras igual de nocivas, que se mueven en la marginalidad ideológica. Hacer política contra inmigrantes, personas en situación de pobreza, minorías étnicas, culturales o sexuales genera el caldo de cultivo que legitima la violencia y las agresiones. Que haya personas que se crean superiores y con el derecho a agredirnos por nuestro color de piel, orientación sexual o circunstancia social. La otra cara es que partidos políticos, de nueva aparición e ideología extremista, se sienten legitimados para poner en marcha políticas públicas de reversión de derechos en base a la representación de una masa de ciudadanos que culpabilizan de sus problemas a los demás. El debate no es qué sociedad queremos construir, ya pusimos los cimientos con la Constitución, es hacia qué sociedad vamos. Y yo no quiero vivir en una sociedad de ciudadanos y ciudadanas frustradas, insolidarias, violentas e incapaces de tener un mínimo de respeto hacia los demás. Eso excede de los límites de la Democracia. Y está en los márgenes de la sociedad civilizada.