Los conflictos cuando se enquistan no solo suelen tener difícil solución sino que incluso acaban engendrando situaciones de violencia extrema que, lejos de lograr su objetivo, distorsionan aún más las pretensiones iniciales. El enfrentamiento entre el sector del taxi y las plataformas Uber o Cabify atesora ya unos cuantos años en la mochila de ambos contendientes con idas y venidas en la administración autonómica y local, en los tribunales de justicia o en foros de debate donde se analiza la economía colaborativa. Acusaciones cruzadas, denuncias de competencia desleal, de falta de regulación y de prestar el servicio en desigualdad de condiciones componen una constante en ese toma y daca de taxis y vehículos de transporte con conductor. Unos choques que, en Madrid y en Barcelona, desde hace unos días han dejado de lado la dialéctica para alcanzar una virulencia que se ha visualizado en unas imágenes que acaparan los telediarios y las redes sociales desatando el enconamiento de ambos bandos. El sector provincial del taxi, que suele secundar las convocatorias de sus compañeros a nivel nacional, está a la expectativa de la regulación que está preparando la Generalitat Valenciana y se movilizará o no en función del resultado de la normativa que se apruebe. Legitimados a defender sus intereses y sus reivindicaciones, pero teniendo siempre en cuenta que la generalización de posturas individualizadas acarrean conclusiones injustas, los taxistas deben ser conscientes de que la razón que defienden a capa y espada no deben perderla con actitudes como las que hemos contemplado estos días, pese a que la tensión y la crispación que arrastran puedan conducirles a esa violencia. El desembarco que ya ha anunciado Uber debe alejarse también de planteamientos maximalistas y regularse convenientemente, de una vez por todas, para acabar con un conflicto propio de los tiempos que corren con unos conceptos económicos imbuidos por las plataformas tecnológicas y unas relaciones bien distintas a las establecidas hasta ahora.
