Conozco a tipos de sólidos principios democráticos que consideran un sacrilegio imperdonable el desfile de una escuadra femenina en las Fiestas de Alcoy. He tenido amigos de izquierdas altamente concienciados por la lucha feminista, que eran capaces de participar en las manifestaciones del 8 de Marzo, mientras ponían todo tipo de trabas para impedir que las mujeres entraran en su filà con los mismos derechos y las mismas obligaciones que los hombres. Eran en todos los casos gente honesta y normal, que por alguna extraña razón había llegado a la conclusión de que los artículos de la Constitución Española perdían toda su validez cuando se cruzaban las puertas de un casal festero.

Para explicar esta situación inexplicable, vale la pena empezar por el principio. Corría el año 1979. Los nuevos ayuntamientos llevaron el aire fresco de la democracia a todos los sectores de la vida local. La Cultura, la Educación, el Urbanismo o la Sanidad fueron protagonistas de grandes cambios, que se hicieron pensando en la gente y en la igualdad de oportunidades. Aquellas corporaciones, formadas en su mayor parte por coaliciones entre el PSOE y el PCE, hicieron una labor encomiable, pero se dejaron una asignatura pendiente: nadie se atrevió a meterles mano a las asociaciones y juntas que regían los festejos populares de cada pueblo o ciudad, ya fueran Fallas, Hogueras o Moros y Cristianos. El temor a perder votos o a tomar decisiones equivocadas en un tema de alto voltaje sentimental hizo que las administraciones locales dieran la batalla por perdida sin ni siquiera disputarla. La izquierda valenciana (se supone que la encargada de transformar la sociedad y de hacerla más igualitaria) no tenía un discurso propio sobre unas manifestaciones populares que movían a cientos de miles de personas y si lo tenía, nunca se atrevió a aplicarlo. El resultado de esta inhibición fue nefasto: las juntas festeras se autoproclamaron guardianes de las esencias y se constituyeron como poderes autónomos. Como en política se tiende a ocupar todos los espacios vacíos, los sectores más rancios de la derecha regional se hicieron con muchas de estas asociaciones, convirtiéndolas en un instrumento de ataque contra los gobiernos progresistas y rechazando cualquier intento de modernizar unas estructuras organizativas que andaban muy justitas de pedigrí democrático. El absurdo precepto de que la fiesta está por encima de todo se instalaba entre nosotros como una verdad inamovible.

Las culpas de aquel pecado original de cobardía las han estado pagando los festejos valencianos durante décadas y han tenido uno de sus principales frentes de conflicto en la integración de la mujer. La noticia de que en San Vicente se ha vetado la posibilidad de que una festera haga de capitana en los Moros y Cristianos es una muestra palpable de que todavía quedan muchos flecos por resolver.

El sentido común de algunos políticos y de algunos dirigentes festeros y sobre todo la presión incansable de los colectivos de mujeres, que quieren ejercer un derecho tan básico como es el de participar plenamente en las fiestas de su pueblo, han hecho posible que a lo largo de los últimos años se hayan corregido buena parte de estos anacrónicos agravios. Ha sido una lucha muy dura, que ha generado importantes divisiones en la sociedad y que ha dejado un rastro de sufrimientos y de tensiones, que nadie debería haber padecido si se piensa que el asunto tratado es la celebración de unos festejos en los que lo único que tendría que preocuparnos es abrir cauces y poner medios para que todo el mundo se divierta por igual.

Mientras esta guerra de sexos se disputaba en todos los rincones de la Comunitat Valenciana, el debate dejaba al margen un elemento de extrema importancia que nadie parece haber tenido en cuenta: todas las juntas y todas las asociaciones festeras, absolutamente todas, organizan los festejos por delegación del correspondiente ayuntamiento. Aunque a veces actúen como virreyes, los presidentes de estas entidades están a las órdenes de una corporación elegida democráticamente, que tiene la potestad de retirarles sus atribuciones en el caso hipotético de que el colectivo que dirigen incumpla la legalidad vigente. Así de simple; pero hasta la fecha, ningún Ayuntamiento de la Comunitat Valenciana se ha atrevido a dar ese paso.