El hombre que metió el porno de pago en las casas española, fuera en toda su definición, fuera tras la tupida persiana de la codificación, era un especialista en místicos. La única de sus obras que salvaría (dijo) era un prólogo a La guía espiritual, de Miguel de Molinos, que firmó con seudónimo. De Molinos creía que para llegar a Dios el alma no ha de hacer nada, estar sin pecado y quieta y del resto ya se encarga Dios.

Como Juan Cueto no creía en Dios no paró de hacer cosas porque fue un alma inquieta por la curiosidad, un autónomo del pensamiento, un hiperactivo sin déficit de atención, atento a todo, que raseaba la alta cultura con las bajas pasiones, los místicos españoles con los púgiles estadounidenses.

Hizo un columnismo muy informado de fuera y muy formado por dentro, en el que sumaba I+D (información más diversión) y que era popular por la apócope «pop» anglosajona, no por el costumbrismo hispano. Casi escribía como hablaba y casi hablaba como escribía, en corrección y velocidad sincronizadas con la electricidad de las sinapsis que procesaban la información. Tenía un estilo bienhumorado y pimpante con el que teorizaba, paradojaba, diagnosticaba, contraponía y adjetivaba en fila de a tres. Miraba más lejos, entendía antes, organizaba con rigor y enunciaba sin solemnidad. Estaba en guerra con lo facha, lo cursi, lo plano, lo maniqueo, lo redundante, lo obvio y las mayúsculas.

El hemisferio norte de su cara tenía las estribaciones del pensamiento y el hemisferio sur la orografía accidentada de la risa. Fue pródigo en los cuatro sentidos de la palabra, optimista y desenvuelto, pero no hasta el final porque le falló precisamente el cerebro, el motor que le llevó por el mundo subido de cilindrada, y descubrió que era mortal unos años antes de morirse, cosa que acaba de hacer.