David Russell, guitarra. Obras de N. Coste, G. F. Händel, A. Barrios, J.S. Bach y S. Assad. ADDA. Sala de Cámara. 12 de enero de 2019.

Todo en David Russel «mola». Su naturalidad con la guitarra «mola». Su trato con el público, cordial y cercano, «mola». Su elección de repertorio heterogénea y dispareja con obras presentadas sin aparente orden «mola». Incluso su puntualidad -el recital comenzó a las 20 horas en punto y terminó exactamente a las 22 horas, ni un minuto antes ni más allá- «mola». Russell es de ese tipo de artistas que, en cuanto lo ves salir por la puerta, tienes claro que lo que te espera a continuación va a ser algo especial. Y no importa si toca obras de segunda como la Introducción y polonesa de Napoleón Coste que abrió el concierto y que no es más que una de las cientos de miles de obras de exhibición que se escribían para todo tipo de instrumento en el siglo XIX. El entusiasmo y el cariño con el que afrontó la composición el señor Russell te hace creer estar ante una obra maestra al tratarla con ese mismo convencimiento con el que, algunos privilegiados en la vida, afrontan el más nimio aspecto: riegan una flor o cuelgan un cuadro. Impresionante, por momentos conmovedora, fue su lectura de la soberbia séptima Suite de G. F. Händel con una Overture cuya interpretación pomposa y solemne, magnífico el carácter del puntillo francés y el ritmo interno que transmitía, nos introdujo plenamente en el pensamiento dieciochesco de Versalles y en su texturas compactas e impetuosas. Igualmente sucedió con una Sarabande que en su sobria elegancia con la respiración de las frases por parte del intérprete nos vertió un mundo cercano a la desolación. Continuó el recital con dos obras, fuera de programa, del compositor uruguayo Agustín Barrios. Y aquí encontramos de nuevo uno de esos aspectos del guitarrista escocés: resulta que ha llegado a sus manos una libreta que dicho compositor tenía con frases o dibujos de sus seguidores y que el señor Russell se está encargando de descifrar. El amor, el cuidado, el entusiasmo y el mimo con el que el guitarrista hablaba de dicho cuaderno resultaba tan contagioso que uno, a partir de ese momento, ya vive con la ansiedad de querer verlo y leerlo. Eso, escúchenme, es un don. A partir de ese punto, si no lo había hecho antes, el guitarrista nos tenía ganados y vencidos, dispuestos a tomar como soberbias -que además, y objetivamente hablando, lo son- cualquiera de las interpretaciones que hiciera a continuación; da igual que fueran los barrocos preludios-corales que abrieron la segunda parte o las actuales obras del guitarrista y compositor Sergio Assad -el brillo de la interpretación del escocés con toda la música latina es especialmente cegador- el equilibrio impecable en el fraseo y el color lúcido de su sonido te mecían sin empalagar. Todo esto, ya lo he dicho, es un don al alcance de esas personas especiales que tienen la capacidad de «molar».