Ciudadana Olympia:

Hace siglos que no sabemos nada de ti. Tras la decapitación, sufriste una segunda muerte, la de la calumnia y la injuria. Aquellos infames sembraron dudas sobre la autoría de tu obra, tu nombre fue objeto de mofa y hasta te acusaron de ser analfabeta. Tal vez, en el fondo, te admiraban y temían; por eso sufriste un juicio sumarísimo, privado de garantías; en vano formulaste un razonado y brillante alegato que el entendimiento de los necios no alcanzaba a comprender. No satisfechos con ello, también trataron de arrebatarte tu ejemplar dignidad ante el suplicio con burdos libelos. «La mujer que tiene el derecho de subir al cadalso, también debe tener el derecho a subir a la tribuna» escribiste, en una afirmación que resultaría trágicamente premonitoria.

Han pasado cientos de años y apenas lo recordamos. La condena al olvido es la más injusta de todas. Desde antiguo, la «damnatio memoriae», considerada por los clásicos una de las armas más letales, condenaba a la destrucción de todo recuerdo. La doble condena a la muerte y al olvido sufrida por tantas mujeres inteligentes y valerosas no ha podido acallar tu pensamiento. Por suerte, nos queda tu Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana, extrañamente célebre desde hace un tiempo, una reparación tardía, pero meritoria e imprescindible.

Quisiera decirte, Olympia, que siglos después, la lucha en defensa de nuestros derechos ha cosechado avances impensables que mejoran la vida y la dignidad femenina. No obstante, todavía no podemos considerarnos seres enteramente libres e independientes; el mundo continúa siendo una inmensa cárcel para muchas mujeres que siguen sometidas y avasalladas, su vida carece de valor y su sufrimiento es inimaginable. Los matrimonios infantiles, que tan lúcidamente denunciaste, no se han erradicado, al contrario, son tristemente actuales; también ha proliferado una aberrante forma de esclavitud, la trata de mujeres y niñas para su explotación sexual; además, en muchos países, millones de ellas continúan siendo mutiladas con la terrible práctica de la ablación.

¿Cabe mayor infortunio?

Lejos de minorar, la violencia contra las mujeres se mantiene de muy diversas maneras, a veces explícitamente, en otras ocasiones de forma soterrada. La prostitución es un negocio lucrativo, tolerado socialmente, que convierte a las mujeres en mera mercancía para el disfrute del cliente, nunca criminalizado, siempre disculpado; la pornografía, generalizada, suple a la educación sexual de los jóvenes, distorsiona la realidad de las relaciones y perpetúa la idea de dominación y sumisión de las mujeres, cuando no la de tolerancia con los comportamientos vejatorios.

Las agresiones sexuales están a la orden del día y son incesantes los asesinatos de mujeres, por el mero hecho de serlo, por tener o haber tenido relación con alguien que se creía con derecho sobre su vida y su muerte. Las estadísticas son atroces.

Ciertamente, las modernas legislaciones de los países avanzados como los nuestros consagran la libertad y la igualdad ante la ley, pero la realidad es bien diferente. La discriminación subsiste en nuestra sociedad, permanece latente, se nos transmite una falsa sensación de igualdad, una hermosa falacia que se traduce en una suerte de ciudadanía depreciada. La incorporación de las mujeres a los espacios públicos es cada vez mayor, pero no se produce de un modo natural, de pleno derecho, sino como una cesión indulgente, a regañadientes, con un cierto halo de usurpación de un lugar que no nos corresponde.

Últimamente, la sociedad española asiste, escandalizada o no, a la banalización de la violencia específica que sufren las mujeres, cuando no a su negación o infravaloración, equiparándola a cualquier otro tipo de violencia, diluyéndola en el resto de crímenes, con argumentos que pudieran parecer convincentes, pero que encierran una lógica perversa: la igualdad ante la ley no permite discriminar por razón de sexo, o la violencia contra los hombres también existe, o las denuncias falsas en materia de violencia de género son numerosísimas. Tales ideas legitiman a los detractores de las leyes que procuran la protección de las mujeres, de las políticas encaminadas a la equidad que, si bien perfectibles, no deberían cuestionarse en modo alguno. No sería admisible el retroceso y, desde luego, es intolerable la instrumentalización de esta terrible realidad con la sola finalidad de obtener un rédito político.

Ante esta situación, cómo olvidar tus palabras: «Mujer, despierta; el rebato de la razón se hace oír en todo el universo; reconoce tus derechos (...) El hombre esclavo ha redoblado sus fuerzas y ha necesitado apelar a las tuyas para romper sus cadenas. Pero una vez en libertad, ha sido injusto con su compañera. ¡Oh, mujeres! ¡Mujeres! ¿Cuándo dejaréis de estar ciegas?».

«Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Una mujer te hace esta pregunta. Dime, ¿qué te da imperio soberano para oprimir a mi sexo? ¿Tu fuerza? ¿Tus talentos?».

Tus palabras son el mejor epílogo de esta carta. La guillotina pudo cortar tu cabeza, pero no tus ideas: «Excluidas, de todo poder, de todo saber, se olvidaron de quitarnos la posibilidad de escribir».

Hasta siempre, Olympia de Gouges, con nuestra eterna gratitud.