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Espiar

El otro día vi a una pareja bastante joven que contemplaba el escaparate de una tienda de artículos de espionaje (esas tiendas han empezado a surgir como hongos). En el escaparate había bolígrafos espía, relojes espía, gafas espía y marcos de cuadros espía. Una cámara tan pequeña como un pendiente garantizaba ocho horas de grabación continua. Otra mini-cámara disponía de acceso remoto y visión nocturna. Me llamó la atención un envase de café (como los de Starbucks) con un equipo completo de grabación oculto en la tapa. También había un surtido enorme de teléfonos móviles dotados de toda clase de cámaras ocultas. En lugar preferente se exhibía un desodorante falso con hueco secreto para ocultar joyas o dinero. En otro lugar preferente se veía un despertador con cámara espía. “Imposible de detectar”, decía un cartel a su lado.

Cada dos por tres nos enteramos de que alguien ha descubierto una cámara oculta en el apartamento turístico que ha alquilado, lo que demuestra que la obsesión por espiar a los demás -que ha existido en todas las épocas- se ha convertido en una especie de hábito doméstico, sobre todo ahora que la tecnología facilita mucho las cosas. De reojo, como un mal espía, miré a la pareja absorta en el escaparate. ¿Se estaría preguntando alguno de ellos si habían sido espiados alguna vez en un hotel o en un apartamento alquilado? Y yendo más lejos, ¿se preguntaría alguno de ellos -o los dos a la vez- si su pareja la había espiado en su propio apartamento, por celos o por desconfianza o por simple curiosidad malsana? (Como ven, detenerse a observar el escaparate de esta clase de tiendas dispara la imaginación de forma perniciosa). Y al ver todo aquel arsenal de objetos de espionaje, ¿se sentirían espiados por alguien más: vecinos, bromistas, voyeurs, explotadores de un canal porno? ¿Y los dueños de la tienda? ¿Y yo mismo? En realidad, esa pregunta nos la podemos hacer cualquiera de nosotros. ¿Hemos sido espiados alguna vez? ¿Nos han grabado en algún sitio sin que lo supiéramos? ¿Alguien nos ha hackeado el ordenador y sabe lo que leemos y vemos y escribimos en nuestros mails?

La respuesta más probable, por supuesto, es que sí. De hecho, Google y Facebook saben millones de cosas sobre nuestros hábitos y nuestras ideas, saben qué cosas compramos o qué cosas nos gustaría comprar, y en ciertos casos hasta saben adónde hemos ido o con quién hemos quedado. El rastro de nuestra tarjeta de crédito nos delata, así que es muy fácil saber qué billetes de avión hemos comprado y qué cines y museos y restaurantes hemos visitado. Y hasta es posible que Google, por ejemplo, que no es nadie -aparte de un monstruoso logaritmo matemático- sepa más sobre nuestra propia vida que nosotros mismos. A casi todos nos costaría saber con exactitud lo que hicimos el 19 de enero de 2014. Google, en cambio, lo sabe perfectamente.

Por eso me ha hecho gracia leer lo que le decía Albert Pla a Mª Elena Vallés en una entrevista publicada en este periódico: “El Estado tiene chantajeados a todos los habitantes de este país: pueden entrar en tu casa y acusarte de lo que les salga de la polla” (alabemos, de paso, la proustiana elegancia expresiva de Albert Pla). Pues sí, es posible que el Estado pueda chantajearnos a todos, pero también podrían hacerlo Google o Facebook si quisieran, del mismo modo que podría hacerlo cualquiera que lograra apropiarse de la información sobre cada uno de nosotros que se acumula en esos monstruosos silos de datos donde Google conserva sus registros. Danilo Kis descubrió que los mormones tienen en Utah una base de datos con información sobre tres mil millones de personas ya fallecidas, por si alguien quiere reconstruir su línea genealógica (con esta idea, Kis escribió uno de los grandes relatos del siglo XX: “La enciclopedia de los muertos”). Pero Google -y probablemente Facebook- poseerán dentro de poco tiempo un archivo mucho más gigantesco que el de los mormones: no sólo los datos genealógicos de miles de millones de personas (consignados en nuestros documentos de identidad), sino también un registro exhaustivo con nuestros hábitos de compra, nuestros gustos musicales y gastronómicos, nuestras ideas políticas, nuestros viajes, nuestras llamadas, en fin, sobre nuestra vida entera. O sea que todos podemos ser chantajeados si alguien se apodera de esa información y quiere usarla de manera fraudulenta. Y eso por no hablar de todas las cámaras ocultas que pueden estar espiándonos desde el mismo ordenador. O desde ese vaso térmico de café que -ahora caemos- lleva tres días en la sala de estar y que nadie recuerda haber dejado ahí.

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