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El euro cumple 20 años

Europa no es sólo un sustrato cultural común, sino un proyecto político a medio hacer. El pasado 1 de enero se cumplieron las primeras dos décadas de la moneda única, que inició su andadura en 1999, si bien no la tuvimos realmente en nuestros bolsillos hasta tres años más tarde. Los altibajos que sufrió la nueva divisa a lo largo de este periodo reflejan las dolorosas tensiones internas de la construcción europea: de la esperanza inicial al miedo por el futuro. Su andadura se puede dividir en dos grandes etapas: la primera -que se extiende hasta 2009- fue un ciclo aparentemente fértil caracterizado por la rápida caída de los tipos de interés, lo que impulsó la recuperación económica en Alemania -que, por aquellos años, forcejeaba con la dificultosa integración de la Alemania del Este-, además de cebar la gran burbuja de la deuda. El éxito asociado a este proceso de homogeneización de los tipos de interés a la baja en toda la zona euro tuvo, sin embargo, las piernas cortas y -tras el estallido de la crisis financiera de 2008- se pusieron de manifiesto algunas de las limitaciones que afectaban al diseño inicial de la moneda común. La principal es que difícilmente se puede desligar la política monetaria de una política fiscal más armonizada entre las distintas naciones que conforman la Unión. A la cual hay que añadir la necesidad de contar con una regulación bancaria de carácter europeo más amplia y estricta, capaz de trascender el ámbito nacional.

La enorme crisis que supuso para el continente esta segunda etapa del euro (que iría aproximadamente de 2009 a la actualidad) sigue sin cerrarse de una forma completa. A pesar de que las encuestas confirman la aceptación general de la moneda única entre los europeos, los temores sobre su futuro retornan cíclicamente a los mercados. Es lo que sucedió en 2011, cuando se produjo el tsunami de la deuda soberana -uno de cuyos epicentros fue España- y es lo que ha sucedido estos últimos meses con la llegada al poder de gobiernos antieuropeístas -el ejemplo más claro lo constituye Italia- y con las dificultades planteadas por la salida del Reino Unido de la UE. La moraleja que se puede extraer de estos veinte años es diáfana: necesitamos más Europa y no menos Europa.

Un viejo dicho español advierte de que "a la fuerza ahorcan". En nuestro caso la fuerza es el euro, el cual moviliza unas dinámicas que son en definitiva imparables. Sencillamente, plantearse la ruptura de la moneda única resulta irreal por suicida. El brexit nos brinda un ejemplo estupendo, en gran medida porque sólo la singularidad de la libra esterlina explica que pueda concretarse un movimiento como el británico. Los costes de una decisión similar para países como España, Italia, Bélgica o Francia serían inasumibles. Y no cabe duda de que, si el euro no existiera, nuestro continente no sólo estaría menos integrado a nivel económico, sino que la tentación centrífuga de los distintos países sería mucho mayor.

Si a la fuerza ahorcan, la UE cuenta únicamente con dos alternativas reales: la ruptura por disolución -que acarrearía consecuencias catastróficas- o la marcha decidida hacia una mayor integración política, empezando por la consolidación fiscal y presupuestaria. Demorarse más sólo daría alas a los populismos. Y a los que buscan el final de Europa como factor global de estabilidad y de progreso.

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