Resulta curioso que algunos de los mejores exégetas de la música de Ravel hayan sido pianistas alejados de la estética romántica: intérpretes caracterizados por su acercamiento a la obra con el respeto «estricto» a la partitura y a los que las licencias interpretativas les son ajenas. Robert Casadesus o Walter Gieseking son algunos de los ejemplos más significativos en tanto que artistas que buscaban el acercamiento lo más objetivo posible a la obra del compositor francés. Pero el caso más llamativo es el del imponente pianista ucraniano Sviatoslav Richter. Sus grabaciones de la música raveliana son referencia indiscutible en cuanto a definición rítmica y colorística así como en el preciosismo con el que nos revela a este compositor que parecía esculpir la música en diamante. Igualmente, sus interpretaciones se pueden considerar fidedignas a la partitura: tal llegó a ser la obsesión del pianista ruso por el respeto a la partitura que, en sus últimos años, él, que había sido capaz de llevar más de ochenta -80- programas de memoria en sus giras, se dedicó a tocar todo con la partitura sobre el piano. Las razones, según su propia confesión, no tenían nada que ver con la pérdida de facultades sino con el respeto total y necesario a la partitura; tocar de memoria podría hacer que un pasaje se tocara diferente a cómo estaba escrito en la partitura. Esta actitud ante la partitura hacía que un compositor de escritura preciosista y minuciosa como Ravel sonara en sus manos -filtrada a través de su amplia cultura literaria y pictórica- de una manera sobrecogedora.

De cualquier manera, los intérpretes nombrados anteriormente están en unas esferas que muy pocos consiguen alcanzar. Fuera de ésta hay un grupo de intérpretes que, con mayor o menor suerte, consiguen llamar la atención con su interpretación. Para ejemplo, la pianista Varvara que el pasado lunes visitó la sociedad de conciertos de Alicante y que realizó un recital con momentos muy bellos, como Le plus que lente de Debussy y con fragmentos extraordinariamente conseguidos, como el enorme crescendo que finaliza La Valse de Ravel que la pianista rusa equilibró y proyectó de manera fabulosa. Igualmente hubo momentos no tan satisfactoriamente redondos. Por ejemplo, los Valses nobles y sentimentales de Ravel, obra a la que le tengo, he de confesarlo, una especial querencia por lo que ha significado en mi vida y por la cantidad de belleza -en el sentido más amplio posible- que ha aportado a ella, y que la intérprete rusa llenó de momentos exquisitamente fraseados aunque a veces, y a base de utilizar los mismos recursos una y otra vez, sonaron inconexos y con falta de continuidad, algo que pasó igualmente en la Sonata nº 3 Op. 5 de Brahms que terminó por hacerse -y este es el peligro de esta obra- agotadoramente larga. De cualquier manera, el privilegio de hacer esta obra llevadera lo tienen unos cuantos privilegiados. Por ejemplo, Richter si la hubiera grabado o uno de sus pocos alumnos, el pianista menorquín Ramón Coll que la ofreció no hace tanto en esta ciudad.