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Nacionalismos identitarios

Los ejemplos lejanos pueden servir para hacerse preguntas por los no tan lejanos. Por un lado, tenemos el sionismo del actual gobierno de Israel que ya ha puesto en marcha proyectos (Constitución incluida) para convertir Israel en Estado Judío, excluyendo, quizás, al 20 por ciento de su población, palestinos que todavía tienen representación en su Parlamento, Knesset. De la violencia en Palestina-Israel hay, desgraciadamente, demasiados ejemplos.

Por otro lado, tenemos el nacionalismo del Bharatiya Janata Party en la India, en el gobierno, en el que comienzan a observarse tendencias a apartarse de lo que fue la política desde Nehru: la India para los indios, pero sin bajar a especificaciones de a qué indios se estaba refiriendo. País de mayoría hindú corre el riesgo de convertirse en el poco democrático ejemplo de Estado Hindú, excluyendo, tal vez, al 20 por ciento de la población que incluye, entre otros, a musulmanes y cristianos que, por cierto, ya han sido objeto de incidentes violentos.

1. Ambos los son del nacionalismo del tipo «Estados a la búsqueda de su nación». Fue también el caso de Francia comenzando en la Grande Révolution, que llamamos Revolución Francesa. Pero todos tienen problemas con las identidades. Los republicanos franceses de 1789, como los garibaldianos italianos del 1870, inventan una identidad colectiva, practican una educación en la que prima la manipulación histórica, favorecen una lengua sobre las demás (que son reducidas a «patois» o «dialetti» respectivamente) y hacen beneficioso lo colectivo cooptando a los diferentes y haciéndoles participar del poder. Algunos lo consiguieron. Más o menos, incluso Francia: que se lo digan a los corsos, los aquitanos o los bretones o, en Italia, a la Lega. Pero lo mismo en el Reino Unido no tan unido según los escoceses, galeses e irlandeses. Otros, simplemente, fracasaron desde los Reyes Católicos a Franco en lo que en otro tiempo se llamó las Españas, después España y ahora hay problemas con el nombre.

2. Las «naciones en búsqueda de su Estado» lo tendrían más fácil. Si son naciones, se las supone culturalmente homogéneas. A veces, hasta «racialmente» inventando «razas». Y, casi siempre, lingüísticamente. El problema que encuentran es que tampoco acaban de ser tan homogéneas como dicen. Pienso, como ejemplo, en Portugal, aunque ya sea un Estado, en uno de los pocos países que se ponen como prototipo de homogeneidad, pero que migraciones y llegada de habitantes de las excolonias hacen que la homogeneidad no sea tan absoluta. Igualmente en Japón con ryukyuanos, ainu, burakumin o los antiguos coreanos. Cataluña hace al caso por la cuestión del Valle de Arán con su lengua propia y por su aproximadamente 50 por ciento de independentistas junto/frente a otro 50 que no lo son. O también la Comunidad Valenciana (o País Valenciano de sus nacionalistas) con un territorio dividido lingüísticamente de Norte a Sur.

Tanto 1 como 2 son nacionalismos y si la política se plantea en términos de identidad, las soluciones pueden ser poco presentables: apartheid, limpieza étnica, «guetización», opresión cultural («Hable usted la lengua del Imperio» como pretendían algunos franquistas en sus primeros tiempos -el Imperio supongo que era el de Carlos V el Habsburgo-, no el de 1898). O puramente retóricas como ha sido el proyecto de crear un nacionalismo europeo supra-estatal basado en la historia y la cultura comunes, cosa tan complicada de hacer creer que sus fautores han tenido que buscar otros caminos para construir (o destruir) una Unión Europea que fuera más allá de una «Europa de los mercaderes».

La forma más sencilla de usar el truco de la identidad es la de suponer que «todos» formamos parte de una nación nos guste o no y que con ella tenemos que identificarnos hasta dar la vida por ella si fuera preciso (a ser posible, que sean otros, que dirán los líderes). Otra forma, algo más complicada, es suponer que ese grupo que formamos «todos» tiene existencia con independencia nuestra y que siente, piensa y actúa. Por ejemplo, tiene sentimientos de superioridad o de inferioridad como tal colectivo. Son engaños, pero funcionan. Funcionan hasta que se llevan a sus últimas consecuencias y comienzan los problemas.

Nacionalismo constitucional o plebiscito cotidiano han sido formas alternativas tal vez demasiado abstractas y poco emocionantes. No lo sé. Lo que sí sé es que la cuestión de la identidad, importante como lo es a escala individual («quién soy», «qué soy»), se convierte en demasiado problemática cuando se pasa al «nosotros», porque no es impensable un «Nosaltres sols» o una noche de los cristales rotos.

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