Todo parece indicar que el año 2019 va a ser extraordinariamente difícil, y no solo desde el punto de vista económico, como numerosos indicadores anuncian. Parece como si se acumulara un malestar generalizado que, como el vapor en una olla al fuego, puede escapar en cualquier momento y puede hacerlo de manera inesperada y explosiva, como vimos en París a finales del pasado año con las movilizaciones de los chalecos amarillos.

Numerosos estudios muestran que los años de crisis, miedos y recortes generalizados han alimentado un enorme hartazgo en los trabajadores, los grandes perdedores de todo un conjunto de políticas neoliberales que vienen impulsándose desde los años ochenta pero que se generalizaron con saña a lo largo de la década de la Gran Recesión. La precariedad, el temor y la incertidumbre se han extendido entre sociedades y países, al tiempo que ha avanzado una importante crisis institucional y de representación porque la gente siente que sus responsables políticos están sirviendo los intereses de los poderosos, generando el caldo de cultivo propicio a formaciones y políticos que explotan los instintos más bajos de la población mediante el odio, el racismo, la mentira, el rechazo al débil, la xenofobia, el machismo descarnado, la deformación de la realidad, el insulto, la apelación a la violencia, la exhibición del militarismo. Todo ello adornado con referencias a la patria y a Dios, como entes supremos que están por encima de las leyes, del derecho y del propio sistema democrático.

No es difícil poner nombres a una de las generaciones más despreciables de lideres políticos mundiales que hacen demostración pública de auténticos delitos y barbaridades. Me refiero a Rodrigo Duterte, presidente de Filipinas, famoso por contar en público cómo ha salido a matar con su propia pistola a narcotraficantes en las calles de Manila, quien hace pocos días explicaba con todo lujo de detalles cómo intentó violar a su criada. Hablo de Donald Trump, presidente de Estados Unidos, que ha dicho auténticas barbaridades contra inmigrantes, negros y mujeres, quien no oculta que ha pagado sumas millonarias a prostitutas para que silencien sus repetidos encuentros, siendo después insultadas. A los que se ha incorporado el reciente presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, quien además de defender la tortura y el asesinato, ha mostrado repetidamente su desprecio hacia homosexuales, pobres y negros, al tiempo que ha tratado de ridiculizar a mujeres oponentes diciéndoles que no se merecen ni siquiera ser violadas.

Y entre ellos surge otra legión de aprendices neofascistas de los que ya no nos extraña nada de lo que puedan hacer o decir. Dirigentes como Viktor Orban, en Hungría, Jaroslaw Kaczynski, en Polonia, Matteo Salvini, en Italia, a los que aspiran a unirse los chicos de VOX en España. Si nos fijamos, todos ellos comparten el insulto y el desprecio sobre los más desfavorecidos, la reivindicación del uso de la violencia, así como una feroz humillación y agresividad sobre las mujeres, a las que consideran seres inferiores a los hombres. Al mismo tiempo, todos ellos atacan a los medios de comunicación que no respaldan sus políticas, abriendo en sus países profundas brechas. Gobiernan con altas dosis de nepotismo, clientelismo y corrupción, rodeándose de antiguos directivos de multinacionales y grandes empresas, a los que facilitan la extensión de sus negocios privados.

Como ejemplo, Transparencia Internacional calcula que un 70% de toda la contratación pública de Hungría está afectada por la corrupción, costando al país en torno al 1% del PIB, especialmente en fondos procedentes de la Unión Europea, que ahora reclama una parte de los mismos. Y mientras tanto, avanzan sin parar la pobreza y la desigualdad, el desmantelamiento de servicios esenciales del Estado como la educación y la sanidad, la utilización electoral de la inmigración, junto a un proceso cada vez más grosero de acumulación de riqueza en un número cada vez más reducido de personas, ensanchando más aún los espacios de malestar social.

Por el contrario, cobra cada vez más importancia en todo el mundo el poder de las ciudades globales como actores transnacionales con un formidable poder para intervenir sobre los asuntos esenciales en la vida de las personas. Lo explicaba recientemente el líder laborista inglés, Jeremy Corbyn, al pedir que la izquierda abandone el discurso que se regodea en una épica abstracta, para pasar a recuperar los barrios desde y para la ciudadanía, en asuntos tan relevantes como la vivienda, la educación, la calidad de vida, los transportes urbanos, los equipamientos socioculturales, la atención a los inmigrantes o el cambio climático, por poner algunos ejemplos. Frente a la parálisis o la involución que protagonizan numerosos gobiernos, las ciudades están adoptando decisiones fundamentales para las personas en muchos campos, como sucede con la contaminación de los vehículos o la peatonalización de sus calles, generando con ello cambios económicos de un enorme calado.

Falta por saber si las pequeñas y medianas ciudades son capaces de entenderlo mediante una generación de responsables políticos municipales formados, preparados y alejados de dogmatismos y caprichos personales. Es algo que veremos en las elecciones municipales a las que concurriremos en mayo, y que también recogerán, sin duda, una parte importante de todo este malestar.