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Los envenenadores de perros

La maldad encarnada en los sádicos que planifican el exterminio de animales

Digo desde el principio que los ataques de los perros a las personas me producen absoluto espanto y los condeno sin paliativo alguno y confío en que la justicia actúe con todo rigor contra los responsables cada vez que se produzcan. Me dan escalofríos los perros de las llamadas "razas peligrosas" con los que me cruzo -y no pocos sueltos- por mi ciudad, con la ferocidad pintada en la cara de sus amos. Me apenan los perros de otras razas -sueltos o atados, pero sin adiestrar-, ladrando a todo, histéricos por la incompetencia de un dueño que no ha querido ni sabido educarlos.

Conviví quince años con un "retriever" nobilísimo y llevo cinco más gozando con otro. Dos fuentes inagotables de cariño, dos animales listos y a cual más divertido, dos generadores de sonrisas a su paso, guapos y con carácter, correctos e incapaces de asustar a nadie, muy al contrario. Trabajo costó y cuesta enseñarlos, pero solo con los kilómetros diarios que me obligan a andar para su oreo ya compensa. Por no hablar de su compañía, de sus miradas enigmáticas y profundísimas, de empatía con el otro. Quien lo probó lo sabe. Sin embargo, cada vez abundan más los homínidos que deciden eliminar a todos los perros posibles. Quizá algún can los haya rozado una vez y un poquito al pasar a su lado, o gruñido a su paso. Quizá entiendan que las deposiciones con que se encuentran son voluntad del perro y no de los asquerosos inciviles de sus dueños que no las limpian, otros tipos que tal bailan. O quizá sea simplemente que les molesta verlos, que no les gustan. Entonces, sus mentes o lo que tengan bajo el cráneo se ponen a cavilar. Hay que eliminar a los perros. Hay que envenenar a los perros. No es empresa fácil. Deben decidirse, en primer lugar, por el instrumento: trozos de carne o pescado emponzoñados, cebos con alfileres, ajos con palillos, bolsas con veneno, raticidas, salchichas con clavos€ Luego, hay que salir de compras y preparar en la soledad del hogar -con asesino esmero- los artefactos mortales elegidos. Más tarde, determinar el lugar donde sembrarlos, obviando que amén de los perros algún humano pueda envenenarse. Daños colaterales, dirán. Después, vestirse de disimulo, ocultarse y esparcir la muerte. Escapar raudo. Y, por último, quizá observar los efectos de su locura. Ver al perro -o al niño al que se la cayó al suelo una chuche- lamer y comer y sufrir y convulsionarse y morir. Misión cumplida. Un perro -o una persona- menos. Ahora, un cafelito y un pastelito para celebrarlo, con la conciencia bien narcotizada. Perdonen, pero siempre me hago la misma pregunta: ¿cómo no les estalla la cabeza en algún momento de tan pavoroso proceso?

No es fácil envenenar perros, como dejé escrito aquí hace ocho años. Requiere planificación, alevosía, decisión, ausencia total de escrúpulos, cobardía, amoralidad, desprecio por la vida. Si entiendo que a todo aquel que no me gusta o me molesta debo envenenarlo, eliminarlo para siempre, es que soy malo de una pieza, es que estoy poseído por el Mal, es que soy un psicópata de museo. Y ahí está el quid del asunto. La maldad nace, se reproduce y se manifiesta de muchas abominables maneras. Pero el Mal es siempre el mismo. Quien decide envenenar perros, con todo el minucioso y abominable proceso que conlleva, es perfectamente capaz de cualquier barbarie. Es un enfermo grave, tratamiento inmediato, reclusión sin duda. Hay que protegerse de él, hay que protegerse del Mal encarnado en un sádico. Mucho cuidado con él, con ella, con ellos, con ellas. Son gente mala, esencial y completamente mala, a un paso de perpetrar cualquier otro horror. No es fácil envenenar perros. Repito lo que dije: se precisa antes recorrer el largo camino de convertirse día a día, paso a paso, poco a poco, en un acabado y grandísimo hijo de puta.

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