Nadie, absolutamente nadie, es capaz de burlar muerte. Es una de las verdades absolutas de las que no tenemos escapatoria posible, ni siquiera es cuestionable el argumento de que un día, antes o después, salimos de la circularidad de la vida, para enrolarnos en la eternidad de la muerte. Somos realidad presente hasta que pasamos el umbral y nos transformamos en pasado, siempre sin quererlo, siempre sin buscarlo.

La naturaleza humana nos dicta el sentido de la supervivencia como algo intrínseco a nosotros mismos, hasta el punto de que impedimos el más mínimo amago de quebrantarla, las propias y las ajenas, las queridas y las odiadas, todas las vidas son valiosas cuando estás al borde del precipicio y todas son añoradas cuando finalmente se pierden.

Miramos con otros ojos al anciano, que camina a pasos cortos y pausados, en desequilibrio constante, con la inestabilidad del guerrero cansado que ha vivido cien batallas y de todas ha sabido salir victorioso. Lo miramos con la envidia sana de quien no sabe si conquistará la ancianidad con la misma gallardía o será devorado prematuramente por la incapacidad de no saber llegar. El sabio abuelo, con ojos cansados, manos temblorosas y voz gastada, sabrá enredarnos en sus dudas con la maestría de quien ya comenzó a olvidar su nombre y el de sus seres más queridos.

Miramos con otros ojos al anciano, porque consideramos, en nuestra ignorancia, que ha sabido vivir plenamente hasta más allá de donde podremos llegar nosotros por mucho que nos empeñemos, o eso pensamos a veces. Cuando dormita al sol del mediodía en un tibio día de invierno, nos dejamos embelesar por esa paz que él está sintiendo, dejándonos llevar por la ilusión de conseguir un trocito de la misma tranquilidad que trasmite desde el silencio. Sabemos que el anciano está mucho más cerca que nosotros del final de los días, pero no nos reconforta, ni amortigua la inquietud de reconocer nuevamente que los nuestros también están contados.

Miramos con otros ojos al anciano y justificamos lo que nadie nos ha llegado a enseñar nunca, que la vida sin la muerte no tiene razón de ser, porque una le da sentido a la otra y viceversa y vuelta a empezar, porque es tan circular como el mundo. Acabamos atribuyendo al anciano una existencia plena, repleta de pequeñas vidas paralelas, de trozos de sabiduría que ha ido rescatando de los lugares más insospechados para alcanzar el mayor de los deseos de quien un día nace: saber vivir hasta el final de sus días. Miramos con otros ojos al anciano porque se ha ganado nuestro más profundo respeto.