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Razón y sentimiento

Hice una encendida defensa del uso de la Razón (casi como un burgués entronizando la Diosa Razón en la Francia de 1789) frente al abuso del Sentimiento, y un amigo, masón por cierto, me apostilló: «Ambos son necesarios». Me hizo pensar.

Parece aceptable que determinados comportamientos movidos por la razón fría son espantosos. Pienso en el burocratismo en general y en el aplicado en la Alemania nazi para la «solución final» contra judíos (holocausto), gitanos (porraimos) y homosexuales (homocausto). Pero lo mismo se puede decir del sentimiento nacional exacerbado por movimientos de masas en los que solo hay eso, sentimiento, y donde intentar introducir un mínimo de racionalidad es inútil. Pienso en la ilusión (en su doble sentido de error de percepción y de anhelo incontenible) que tuvieron los brexiters en Inglaterra (algo menos en Gales y, todavía menos, en Escocia, no digamos en Irlanda del Norte). Cuando les han dicho que aquel entusiasmo tenía un precio y que se pagaba en libras, la cosa ha debido de ser complicada por lo menos desde el punto de vista personal. Ni que decir tiene que algo parecido ha sucedido en Cataluña aunque, al no tener por delante una rendición de cuentas, todavía se pueden convocar manifestaciones masivas en las que el sentimiento casi acabe borrando la racionalidad de los participantes... aunque no la de los convocantes que sí saben que están poniendo medios (las manifas) para conseguir fines, pero no los declarados para la «nación» sino para el grupo convocante e incluso solo para algunos de sus líderes, con o sin juicio contra los líderes detenidos. Hay un caso de sentimiento compartido en manifestación masiva que me sigue fascinando: el de los hinchas (hooligans, tiffosi) en el fútbol, en particular cuando pueden ser etiquetados como «ultras» violentos. Pienso en Argentina y las peripecias de la Copa Libertadores con el Boca Junior y el River Plate. Tenemos grupos muy cohesionados, con un fuerte sentido de pertenencia y una referencia casi totémica hacia una entidad exterior («mi» equipo). Lo que haga el tal equipo es casi irrelevante y tanto da que se refiera al juego mismo («manque pierda») o al confuso mundo del dinero que le rodea en forma de compra-venta de carne humana (vivita y coleando, por supuesto), asuntos inmobiliarios, evasión de impuestos, «merchandaisin» y negocios no todos limpios en el palco. Todo un primor. Pero eso al hincha no le interesa: le interesa el grupo, su grupo, que, además, se refuerza si se enfrenta a otro grupo (despreciable, por definición). Muchos hinchas arrastran frustraciones personales (desde las gónadas al estómago y llegando al cerebro), pero como la frustración genera agresividad, nada mejor que enfrentarse con los despreciables a los que, encima, podemos desafiar y retar con los consiguientes espectáculos de desorden público, destrozos, heridos y hasta alguna muerte, por suerte poco frecuente. Sentimiento sobre sentimiento.

Hay otras formas de ser hincha e incluso ultra. Los ingleses tienen un dicho («My country right or wrong») que expresa bien ese predominio del sentimiento sobre la racionalidad: mi país, haga lo que haga, esté acertado o equivocado. «Que morir por la Patria no es morir: es vivir», según el himno colombiano.

Es uno de los sentimientos más fuertes y de más complicada racionalidad: el de la propia identidad que se consigue identificándose con objetos externos: la familia, la pandilla, el pueblo, la religión, el país, la «nación» y, dicen, que hasta la Humanidad, pero también partido político, equipo de fútbol, cantante de OT y demás. Hay una forma sencilla de «humanizarlo»: identificarse con varios objetos diferentes (por ejemplo, varias naciones) para que, como diría el viejo Freud, «emerja el Ego», la identidad del Yo.

Hay un caso particular: el del sentimiento xenófobo o, si se prefiere, el instinto xenófobo. Lo tenemos en común con otros animales. No hay que extrañarse de que también lo seamos: somos, sí, animales. Pero a diferencia de otros compañeros de Naturaleza, nuestro cerebro es capaz de darse cuenta de que la xenofobia es animal y, desde la neocorteza, introducir racionalidad, la revisión del instinto contra el peligroso diferente. Y eso es educable. Desgraciadamente en ambas direcciones: se puede educar en la xenofobia animal (como se hace estos días contra inmigrantes y de otras religiones) o se puede educar en humanidad (animal racional, al fin y al cabo). Para estropearlo, la racionalidad de muchos políticos consiste en aplicar racionalmente (se llama marketing) los medios que les proporcionen mayores réditos electorales y las emociones están entre ellos. Y así nos va.

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