A estas alturas de Legislatura ya es posible analizar algunas circunstancias vividas repetidamente: triste destino el del político que en la recta final de la carrera no es capaz de mirar hacia atrás sin ira por ver si aprendió algo y prepararse para transformar en anécdota lo que hace unos meses era turbulenta preocupación. Desde esta perspectiva, una da las cosas más preocupantes ha sido apreciar los cambios en las formas de comunicar. Nada nuevo digo con esto: el lazo de las redes nos aprieta el cuello de la inteligencia y de la imaginación; mientras, la retórica de los digitales afecta a otras vías de comunicación; la TV política, en fin, asume con fruición las reglas de la programación rosa y masacra el entendimiento con gritos y soponcios. De nada sirve la jeremiada: habrá adaptación y algún progreso. Y basura -con permiso de algún juez al que debemos acatar en su disparate-. Pero mientras las variables se nivelan constatamos que el panorama se pinta de gris: no sabemos cómo encajar las modificaciones en la dinámica de la reproducción de un opinión pública libre, ilustrada, la que, históricamente, ha servido de sustrato de la democracia. No nos extrañen algunos fenómenos: parten del secuestro de la razón que hasta anteayer viajaba en unos procesos informativos basados en la razón y ahora yacen vencidos por el tiovivo del sentimentalismo. Hay una quiebra perceptible del "momento deliberativo" de la democracia, que se vuelve incomprensible sucesión de "momentos decisorios" poco razonados, en ausencia de interpretaciones verificables y suficientemente argumentadas.

Un efecto particular es la emergencia de un "tercer periodismo". Hubo un periodismo de información, fiel a los hechos, que, aunque sabía que era tarea imposible, no renunciaba a la objetividad y contrastaba varias fuentes. Y había un periodismo de opinión, en el que el comunicador, a pecho descubierto, plasmaba sus ideas y análisis, nunca salidos de la mentira evidente y, a ser posible, elaborados con mesura. Pero ahora hay un nuevo modelo: el periodismo de especulación, que viene a coger algo de los otros para elaborar un pastiche vistoso, capaz de competir con la publicidad y redireccionar el deseo del lector o del oyente hacia cotidianas cápsulas de espectáculo. Se parece más a la novela clásica que al periodismo clásico, pues no renuncia a la verosimilitud. Pero nada impide al creativo redactor llegar a las conclusiones que considere oportunas. Es más: se diría que se redacta antes el último párrafo y, luego, se buscan sucesos para dar consistencia probable a lo de antemano concluido. Como verosimil no es lo mismo que cierto, es altamente improbable que lo presentado como noticia coincida con la verdad. Pero eso no importa. Si importara, muchas veces bastaría una pregunta a los implicados, como antes se hacía, para acercarse a lo cierto. Podrá objetarse que el interpelado -un político, pero también un empresario o un deportista- puede mentir. Pero para la opinión pública libre es mucho más peligrosa una "falsa verdad" del periodista que la mentira de otros actores. Y, de hecho, la tarea del periodismo de información radica en descubrir las incertezas de esos actores públicos, no en imitar descontroladamente ese proceder.

Seguro que el lector tiene noticia de Guillermo de Ockham, aquel filósofo medieval en quien Umberto Eco se inspiró para su soberbio Guillermo de Barskerville, de "El nombre de la rosa": ese fraile-detective ducho, precisamente, en el uso de su famosa "navaja de Ockham", que consiste en cortar la realidad, de tal manera que, en caso de duda, la explicación más sencilla será la verdadera. Bastaría que los periodistas de especulación hicieran esto para corregir, si es que quisieran, su desvío a la trivialidad. Pero no es posible, porque su neo-estilo requiere de un neo-barroquismo constituido a base de la acumulación de párrafos. O sea, que la explicación más sencilla, en su logica, debe ser falsa porque despertaría poco interés.

Y ahora viene mi espalda, usada, si se me permite decirlo, como campo de experimentación. La verdad es que personalmente me importa bastante poco lo que se escriba de mi desde esa perspectiva especulativa, y más cuando reconozco que, en general, los medios me han tratado estos años bastante bien, quizá mejor que lo que merezco. Incluso concedo a los casos a los que aludiré la presunción de la buena fe. Pero otra cosa es cuando el error se adorna con la malevolencia para intentar usar oscuras intenciones para hacer daño a alguien o a mi partido. Así, en las últimas semanas se ha convertido en un subgénero literario indagar cuál será mi futuro político. Se ha dicho, hasta la saciedad, que anhelo encabezar la lista de Compromis en Alicante. Respondo: nunca lo he ambicionado y mi único candidato es Natxo Bellido, porque ha sido el político principal que mejor ha mantenido el tipo y las convicciones en un mandato convulso que tendremos que analizar con mucha tranquilidad y autocrítica. Luego se ha escrito que quiero volver a ser Conseller. Ningún periodista de los que lo han defendido ha encontrado un rato para preguntarme. Es pretencioso decir que no cuando nadie me lo ha ofrecido. Pero, en fin, advierto que si así fuera estaría muy agradecido, pero, amablemente, declinaría. Últimamente se ha añadido que mi real aspiración es ser Síndic de Greuges. Al respecto no sólo diré que no me atrae, aunque fuera un honor, sino que, como alguien que entiende de esto me hizo notar el otro día, muy tonto debo ser porque en las Corts se tramita un Proyecto de Ley que lleva mi firma en el que se crean cláusulas de incompatibilidad que a mi me impedirían aspirar a tan respetable cargo. Aunque no se ha mencionado, aún, me apresuro a afirmar que tampoco tengo ganas de ser Diputado a Corts o a Cortes Generales, Senador o Eurodiputado.

Y ahora viene la navaja, con corte candoroso y claro. A cada una de estas elucubraciones seguía -o antecedía- la descripción de una presunta estrategia absolutamente improcedente al no existir fin que la justifique. ¿A qué se debe, entonces, estas redundantes negativas? Sencillamente: tengo un trabajo anterior a la política, satisfactorio y que me reclama: quiero dar clase, completar alguna parcela de mi currículum y escribir. Tengo un hijo de 8 años. Una edad -la mía- suficientemente abundante como para reclamar algún sosiego. Y el convencimiento de que la vida tiene muchos estímulos como para aburrirme; incluidos los de la política no institucional o los compromisos cívicos. No lo hago por ejemplaridad -odio a los políticos ejemplares, esos hipócritas-, aunque considere que es muy buena cosa el relevo en los puestos de especial responsabilidad. Para explicar otros matices, menores, esperaré a que haya un nuevo Consell. Ya está. Es así de simple. Espero con una cierta impaciencia las interpretaciones a esta no-revelación. Prometo aceptarlas con una sonrisa en los labios. Todo el mundo tiene derecho a ganarse el pan y un lugar bajo el sol. Salvo los que hacen de la política un lugar desaliñado y de sus intereses una lluvia de légamo. Ahora me siento mejor de la espalda.