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Fiestas por decreto

Debo advertir que he sido muy forofo de la Navidad. Me gustaba escribir a mano christmas, esas tarjetas de colorines que ya no recuerdan más que los mayores de cuarenta años, que remitía personalizadas a más de un centenar de personas y que me obligaban a dedicar la mayoría de las tardes desde el 1 al 15 de diciembre a escribir buenos deseos para que luego las echasen al buzón. Ya sé que no existen desde la Edad Media ni la escritura a mano ni los buzones de correos, son leyendas urbanas, pero es que soy vintage, rama reliquia.

También apreciaba a los Magos, nunca me ha gustado el gordinflón de rojo creado por Coca-Cola. Los Tres Reyes de Oriente me resultaban tremendamente cercanos, si acaso fuera porque conocían perfectamente mi vida de espiar por la chimenea de casa para saber si había sido bueno o no durante el año en curso, y eso que la única chimenea que había entonces en mi casa era la que conducía los humos del fogón (qué curioso, he llegado a ver guisar a mi madre en una enorme cocina de leña, lo que daría por una semejante ahora mismo?).

Y, bueno y fundamentalmente, me gustaba el follón que se organizaba en las cocinas para la cena de Nochebuena: a mi abuelo en la chimenea pegando palos a las ascuas (entonces ya teníamos); a mi padre -al que jamás vi abrir la nevera, para él debía ser una especie de arcano- ir al Mercado a comprar bacalao y angulas; a mi madre preparando comida para un batallón y a todos mandar callar a los niños para oír el discurso del Rey.

Ya no. A ver, no es que no me gusten las luces navideñas ni las cenas en familia, pero para mí que soy muy escrupuloso con las liturgias, las tradiciones y los recuerdos, ya no es lo mismo y lo que queda me apetece muchísimo menos. Resulta como tener que poner cara sonriente y enternecer tu corazón por decreto cuando maldita la gracia que te hace atiborrarte, pasarte con el alcohol y pasar una mañana de resaca. Es posible que el producto que ha hecho mi amigo Jesús de «Carmencita», que para eso es «Mano de Santo», me cure este año todos los males de las mañanitas tristes después de las nochecitas alegres. Veremos.

Probablemente cuando los padres se van y los hijos crecen te quedas en medio colgando de la brocha. O simplemente uno no tiene ganas de recordar pasados supuestamente más felices no vaya a ser que la nostalgia se convierta en angustia. Y desde luego no conviene llamar a los fantasmas de las Navidades pasadas o se presentarán también los de las Navidades futuras, pregúntenselo al viejo avaro de Dickens.

El caso es que entre unas y otras cosas este año no tengo el cuerpo para tafetanes, ya veremos si se me pasa de aquí a mañana. Encima no me habrá tocado la lotería, aunque como esto se escribe anticipadamente lo mismo soy rico. Si por casualidad se produjera el milagro ya les digo que la semana que viene me tendrán en esta misma página, aunque mande el artículo a Eva desde una suite parisina del Hotel Meurice, brindando con una copa de Cristal Roederer, que esto de poder dirigirme a todos ustedes las mañanas de los domingos sí que es lujo.

Tampoco les voy a aguar las fiestas si son navidadictos. Fuera de las presiones consumistas, de las compras compulsivas, las aglomeraciones en las calles, las peleas con los cuñados, las indigestiones y la resaca seguramente habrá cosas buenas en la Navidad. Si no fuera por las fiestas nunca pasarían por la tele ¡Qué bello es vivir! o Solo en casa, ni veríamos cantar a Raphael, ni sacarían los pechos brincantes de Sabrina en un enésimo programa de recortes televisivos.

Y además tampoco recibiríamos wasaps de esos tan bonitos (ejem) que se mandan a toda la lista de correos con frases recién sacadas de manuales de autoayuda. Ni nos acordaríamos de ese tipo pesado que se empeña en que nos conoce de toda la vida y que nos contempla desde el espejo, con bolsas en los ojos y la mirada empañada. Un memo medio lloriqueante que quiere recordarse como era ayer y se encuentra con el monstruo de hoy, justamente al revés que en El retrato de Dorian Gray. Y espera abrir la puerta del baño en la casa familiar y ver a su padre y en su lugar está el vacío.

Me temo que hoy no me aguanto ni yo, así que les doy permiso para acabar la lectura y fijarse en articulistas más optimistas, que los hay y buenos. O verse de cabo a rabo los anuncios navideños, que te venden el jamón york de sobre apelando a tu sensibilidad más a flor de piel, como si fueran irrevocablemente unidos el jamón de york de sobre, la paz en el mundo y la fraternidad con los congéneres.

No por ser escéptico camino de cínico voy a dejar de felicitarles la Navidad, ni esperar que el nuevo año les colme de bienes. Al fin y al cabo, la felicidad es una sensación puramente intelectual y hay gentes tan retorcidas como yo que se sienten felices haciendo ver que son infelices. Salud y pesetas.

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