Entre julio de 1914 y noviembre de 1918, Europa vivió uno de los capítulos más aciagos de su historia: la Primera Guerra Mundial. Se estima que, al término de la contienda, la cifra de víctimas mortales se situó en más de diecisiete millones de personas. Establecer las causas de un conflicto bélico es siempre complejo. En el caso de la Primera Guerra Mundial se habla de una causa inmediata: el asesinato en Sarajevo del archiduque de Austria, Francisco Fernando, el día 28 de junio de 1914, perpetrado por un grupo nacionalista serbio conocido como La mano negra.

Aunque, como es lógico, las causas latentes de la guerra fueron más complejas, distinguiendo los historiadores cuatro como fundamentales: la política de tratados bilaterales de defensa entre diversos países, el imperialismo de los países europeos en pugna por explotar las materias primas de África y parte de Asia, el alto grado de militarismo que impregnaba las sociedades de la época y, por último, pero quizás el principal factor, el nacionalismo.

En efecto, el más potente de los desencadenantes del enfrentamiento tuvo como génesis el deseo de los pueblos eslavos de Bosnia-Herzegovina de dejar de pertenecer al Imperio austro-húngaro, para pasar a ser parte integrante de Serbia. Aunque ese nocivo sentimiento nacionalista no sólo afectaba a los Balcanes, sino que se había extendido como un verdadero cáncer a todas las naciones europeas, que trataban de imponer su dominación y su poder sobre sus vecinos.

Las guerras siempre nos muestran la parte más cruel y despiadada del ser humano pero, como en todas las grandes tragedias, siempre podemos encontrar episodios que nos devuelven la esperanza y la fe en el ser humano. Tal es el caso de un episodio acaecido durante la Primera Guerra Mundial, conocido como la Tregua de Navidad de 1914, recogido en un magnífico libro del historiador, militar y escritor norteamericano Stanley Weintraub, titulado Silent Night: The Remarkable Christmas Truce of 1914 (no me consta que esté traducido al español, vendría a ser algo así como Noche de Paz: La extraordinaria Tregua de Navidad de 1914.

La historia tuvo lugar en el imposible escenario del barro, la fría lluvia y el sinsentido de unos hombres matándose entre sí en las trincheras, y ocurrió a pesar de las órdenes contrarias de los oficiales y de las barreras idiomáticas. Todo empezó cuando los soldados alemanes comenzaron a iluminar unos árboles con velas y a cantar villancicos; los británicos, franceses y belgas se unieron a los cánticos y, al poco tiempo, se reunieron en tierra de nadie, para enterrar a sus muertos, y compartieron comida, bebida y cigarrillos. Se dice incluso que algunos de ellos se dieron sus señas para escribirse tras la guerra. Lo que demuestra que, aunque la paz siempre tiene un equilibrio más frágil que la guerra, los hombres siempre serán capaces de establecer vínculos entre ellos, a pesar de los esfuerzos de los políticos para que suceda todo lo contrario.

Una de las consecuencias de la Primera Guerra Mundial fue el nacimiento de un nuevo estado, Yugoslavia, país que sobrevivió tras la Segunda Guerra Mundial, bajo la implacable y carismática tutela del Mariscal Tito. Pero, una vez más, tras la muerte de Tito, el nacionalismo se apoderó de los Balcanes, desencadenando una serie de guerras, entre 1991 y 2001, que se cobraron 140.000 vidas y no menos de cuatro millones de desplazados.

La primera de esa serie de guerras en Yugoslavia fue la Guerra de Eslovenia, o Guerra de los Diez Días, conocida así por su corta duración. Este conflicto ha saltado en las últimas semanas a la primera plana informativa en España por haberse referido el presidente de la Generalitat de Cataluña, Joaquim Torra, a una supuesta vía Eslovena para que esa región de España alcance una hipotética independencia.

Ya en el año 55 antes de Cristo, Cicerón, en su De Oratore, afirmaba que Historia magistra vitae est, por lo que el estudio de los hechos pretéritos nos debería servir como una lección para evitar cometer los mismos errores en el futuro. Invocar unos acontecimientos que no tienen absolutamente nada que ver con la realidad española, y que supusieron una gran tragedia en términos de pérdida de vidas humanas, implica que el que apela a ellos es muy ignorante, muy malvado, o ambas cosas a la vez. Torra habla de Cataluña como lo hacían los eslovenos, los serbios y los croatas de sus respectivos países: una realidad nacional étnicamente pura. El concepto en sí mismo ya produce escalofríos; las consecuencias nos las muestra la maestra historia.

En la Comunidad Valenciana gobiernan dos partidos, los mismos que en Elche. Uno de ellos, por conservar el gobierno de España y el Consell hace la vista gorda ante el nacionalismo, el otro lo es abiertamente. Parece que no aprendemos nada, pero hay esperanza. El nacionalismo es una enfermedad que tiene cura, sólo son necesarias dos medicinas: leer y viajar. Por ese motivo, aunque yo me considero inmune, voy a dedicar dos semanas a ambas, especialmente a la primera, así que me despido de ustedes, que tienen la amabilidad y la paciencia de seguir esta sección, hasta el once de enero.