Muchas de las actuaciones y decisiones que estamos viendo en la realidad de cada día vienen marcadas por una clara intención de hacer daño y el mal de forma deliberada. Y aunque en algunos casos quieran enmascararse en un error o negar que exista maldad, se trata de conductas claramente intencionales para causar daño y dolor a los demás. Pese a ello, el autor de la perversa acción trata de lanzar un mensaje de no culpabilidad, o que en todo caso, parezca que la culpa es de la persona a la que se dirige su acción maliciosa.

Aparecen, por ello, varios tipos de justificaciones. Por un lado, que no es tan grave la acción realizada, cuando ha dejado tras de sí un daño grave en una persona o en la colectividad por la dimensión del daño; por otro, que no había intención de hacerlo, cuando la acción es claramente intencional o que la acción está justificada por la conducta previa de la víctima, cuando esto último no es cierto. El culpable intenta, así, restar su responsabilidad, aminorarla o, incluso, anularla con tal de no asumir en ningún caso su grado de culpa porque no admite ninguna. Y este es uno de los grandes males de las acciones perversas, individuales o colectivas. Porque no se asumen personalmente que son acciones de maldad y porque no se reconoce culpa alguna ni razón para pedir disculpas o asumir su responsabilidad para pedir perdón.

Esta actitud, o conducta, no supone ni puede suponer una aminoración de la responsabilidad personal del sujeto, sino una clara repulsa a admitir su maldad. Un claro rechazo a reconocer que es una persona mala, y que su objetivo principal existencial es hacer daño físico o psicológico. Incluso, les llega a extrañar en este escenario que los demás, que la propia sociedad, le pidan cuentas, o que se le rechace por su acción. Porque en el fondo le da igual que a los demás les parezca que es dañina, o que les cause un daño con su conducta. Porque le da igual lo que piensen o sientan las víctimas. Y porque esto a ellos les es irrelevante. ¿Cómo va a sentir culpa, entonces, el sujeto, si el grado de sufrimiento de los demás les resbala?, ¿cómo van a reconocer su maldad si el arrepentimiento, o la necesidad de cambiar no está en sus planes más inmediatos? Podemos preguntarnos.

Estamos comprobando, con ello, el incesante incremento de delitos contra la libertad sexual de mayores y menores, que dejan a sus víctimas destrozadas física y psicológicamente, de delitos económicos que causan grave daño en el patrimonio de los perjudicados, de crímenes execrables que causan repulsa solo de escuchar la descripción de cómo se causaron. Luego está la proliferación del discurso del odio por internet, o uso de esta herramienta para causar el mayor daño posible a quien no piense como el autor de la ira desplegada por redes sociales. Y, sin embargo, siempre existen justificaciones para estas conductas. Se llega a entender por el autor que su acción es correcta, aunque alguien sufra por ella. Porque esto último le da igual, y no sufre por su víctima, porque quien causa el mal no tiene en sus planes entender o sentir que alguien puede sufrir y que eso le cause, con el transcurso del tiempo, una especie de arrepentimiento. No está esto último en sus esquemas. Porque si lo estuviera puede que en algún momento de su ideación criminal se detuviera pensando en el daño que va a causar a su víctima con su pretensión maliciosa. Hasta incluso en los actos no premeditados siempre existiría un momento en que a las personas normales les aparecería una luz roja que les detendría. Pero la mala persona no tiene ese freno que algún sentido común te frenaría para no llevar a cabo esa conducta.

El incremento de este perfil de persona se va reproduciendo de forma exponencial en la actualidad, lo que nos lleva a pensar en qué nos hemos equivocado para crear un sector cada vez más elevado de la población, que actúa de esta manera. Sin importarle causar el mal, dándole igual el daño que causen e, incluso, vanagloriándose de hacerlo. Y lo que no sabemos es si esta situación tiene retorno, porque en la sociedad existen más personas que no quieren estas conductas, que las repelen, las rechazan y que quieren una sociedad que haga sus deberes para poner freno y coto a estas actitudes. El problema es que llegan incluso a justificarse por otros, o a reducir la gravedad del mal causado con lo que la capacidad de respuesta de la sociedad se reduce cuando lo que se discute es ya que esa acción es maliciosa o que deje víctimas detrás de ellas. Por ello, mucho nos queda por hacer y muchos deberes tiene ahora esta sociedad ante el crecimiento de quienes se proclaman con un poder autoimpuesto de hacer lo que quieran y pese a quien pese.