Nuevas líneas de división atraviesan Europa, pero esta vez no se trata de conflictos entre países sino que se dan en el seno mismo de cada sociedad.
Está el Reino Unido partido prácticamente en dos por el Brexit sin que nadie sepa cómo salir del embrollo en el que metió absurdamente al país un primer ministro tory.
Lo está también Francia entre cosmopolitas urbanos y quienes habitan en la periferia de las ciudades o las zonas rurales, que se quejan con razón de que "el presidente de los ricos" no se acuerde de ellos.
En Italia, irremediablemente hundidos los partidos tradicionales, gobiernan a base de ocurrencias y dosis de xenofobia dos partidos populistas de muy distinto signo que no se sabe muy bien cómo acabarán entre ellos.
En Bélgica, las diferencias en torno al pacto sobre migraciones de la ONU, en el que la extrema derecha ve sólo el caballo de Troya de quienes quieren acabar con Europa, han acabado rompiendo la coalición gobernante.
En Polonia, Gobierno y oposición están irremediablemente enfrentados mientras que el hombre fuerte húngaro hace todo lo posible por obstaculizar cualquier intento de profundizar en la integración europea.
En España - ¡ay, en España!- el problema catalán, cada vez más enquistado, ha terminado por envenenarlo todo y ha hecho resurgir nuestros peores vicios: el radicalismo y la intolerancia.
En todas partes, con independencia de quién gobierne, crece la polarización y aumentan el miedo al futuro y el descontento, transformado muchas veces en rabia, como vemos que ocurre en Francia.
La globalización y la brecha digital divide a los ciudadanos en ganadores - una minoría, por lo general urbana y cosmopolita- y perdedores: la inmensa mayoría, que ve cómo se les roba hasta el futuro.
Todo lo que sucede de un tiempo a esta parte en Europa es terreno abonado para los demagogos, los Orbán, Le Pen, Salvini y tantos otros, que se atreven a decir cosas que hasta hace poco nadie decía. ¡Y se ven además recompensados!
