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¿Otro 36?

El nuevo catastrofismo extiende el temor de que se repitan los peores momentos de nuestra historia

La generación de los hijos de quienes vivieron la guerra creció oyendo a sus padres la advertencia de que nos dirigíamos hacia otro 36. Huelgas contra la dictadura, otro 36. Atentado de Carrero, otro 36. Muerte de Franco, otro 36. El golpe de Estado de Tejero, otro 36. Los años de plomo de ETA, otro 36. La crisis económica de 2008, otro 36. El 15-M, otro 36. Es comprensible. Vivir una guerra salvaje, como la nuestra, provoca un pánico irracional a que la tragedia vuelva a repetirse. Es seguro que, si aún vivieran hoy, volverían a repetir la misma letanía. Lo que ya no es tan comprensible es que ese temor se haya colado en el debate de los jóvenes políticos.

El resurgir de la ultraderecha con Vox, otro 36. El golpe de Estado en Cataluña, otro 36. La reaparición de las banderas con la hoz y el martillo, otro 36. Las insensatas llamadas de algunos líderes a movilizarse en la calle, otro 36. La propuesta del presidente catalán de una solución eslovena, otro 36. El apoyo de la Generalitat a los violentos frente a los Mossos, otro 36. Pese a lo negro que parece este panorama, pese al cansino "se masca la tragedia", pese a los irresponsables agoreros de uno y otro lado, la actual situación poco tiene que ver con la de aquella España de hace 82 años. Para evitar manipulaciones malintencionadas, basta con leer, por ejemplo, el libro recién publicado por Espuela de Plata del periodista hispano argentino Fernando Ortiz Echagüe: Crónicas de la República y la Guerra Civil (Abril de 1931-Mayo de 1939).

Sus artículos rebosan la infrecuente virtud de la imparcialidad, propia de quien escribe para un tercer país, y una especial atención por los pequeños detalles, reveladores del sentir de la población. No sorprende que Fernando Ortiz Echagüe -de ilustre familia riojana de artistas- haya sido calificado como "el Chaves Nogales argentino". Al leerle, enseguida se perciben diferencias abismales entre la España de entonces y la de ahora: un país subdesarrollado y famélico, frente a uno de los más próspero del mundo; unos militares golpistas y hostiles con el poder civil, frente a un ejército desideologizado y profesional; una población empapada de ideologías totalitarias, como el comunismo y el nazismo, frente a unos ciudadanos mayormente burgueses y liberales; un 30 por ciento de analfabetos frente a un 41 por ciento de jóvenes universitarios. Las crónicas de Ortiz Echagüe -casi un diario de aquellos años convulsos- están repletas de minuciosos y reveladores pormenores de la vida cotidiana, que describen un mundo que nada tiene que ver con el nuestro. Esa costumbre de comparar el presente con épocas negras de la humanidad no es exclusiva

del endémico pesimismo español. En Europa se habla continuamente de la similitud de estos tiempos con los años 30: resurgir de los nacionalismos (Cataluña), conflictos militares en el Este (Crimea), populismos desaforados (en todo el continente), violencia en las calles (los "chalecos amarillos" franceses), peligro de crisis económica por una clase media empobrecida (en todo Occidente), rechazo a los inmigrantes (la América de Trump),€ El catastrofismo lo contamina todo. Los titulares ayudan a pintar de negro el futuro: "Todo va a ir a peor". Son palabras de un gurú que se podían leer hace pocos días en grandes caracteres.

Debajo de las piedras, surgen expertos en la república de Weimar y la Europa de entreguerras para explicarnos con detalle las similitudes de aquel mundo de ayer y éste de hoy. Incluso hay una desmedida pasión por recuperar el lenguaje de entonces: las hordas fascistas, la necesidad de altura de miras, la emergencia social, la escalada de fuerza, la burguesía capitalista, la fraternidad entre los pueblos, el renacer del patriotismo, el nacionalismo periférico, la memoria histórica, etc. Todo empieza por el lenguaje. Y quien gane la batalla del lenguaje impondrá su forma de pensar.

Está claro que la España de hoy dista mucho de la del 36 y que la Europa actual poco tiene que ver con la de entreguerras. Pero cuidado, porque si nos empeñamos en resucitar el vocabulario guerracivilista, en dilucidar los conflictos en la calle y no en las instituciones, en deslegitimar la ley y en no respetar las decisiones electorales y democráticas, estaremos abriendo el camino de vuelta hacia los conflictos de entonces. Tenemos la ventaja, eso sí, de que ya sabemos cómo acaban y deberíamos aprovecharla.

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