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Toni Cabot

Entre la violencia y el ingenio

La imagen más pasional quedaba reflejada en el rostro atormentado de los seguidores de River Plate que se dirigían a la platea del Monumental con una pesada cruz al hombro, como en Semana Santa, abonando con ese sacrificio el terreno de la súplica y la oración en el desesperado intento por evitar el descenso del equipo de la banda roja en el partido ante Belgrano de 2011. Una semana antes, el asalto al césped de varios exaltados para amenazar de muerte a los jugadores de ese mismo equipo si no revertían la situación deportiva describía otra realidad más dura, la fanática, en la otra cara de la hinchada, esa que camina descontrolada hacia la violencia.

Lamentablemente, la visibilidad de los actos violentos que han llevado hasta Madrid la más esperada final de la Copa Libertadores oscurece la vertiente pasional, ocurrente y atractiva de un partido que colapsa un país como ningún otro. Un encuentro de fútbol en el que lo menos llamativo es el fútbol, un evento que el entorno vive con descomunal intensidad antes, durante y después. Tuve la ocasión hace una década de vivir en la cancha de Boca un superclásico del torneo argentino durante la época en la que Diego Pablo Simeone, hoy técnico del Atlético, dirigía a River Plate.

Nada más pisar el césped de la Bombonera, el Cholo tuvo que esquivar el lanzamiento desde la platea de varios flotadores arrojados a su paso. -¿Flotadores?, pregunté. -Sí, flotadores, me confirmaron, un guiño malévolo extraído de las más calenturientas cabezas con el único fin de perturbar en la medida de lo posible al entonces entrenador de River, que esa misma semana tuvo ocasión de leer en la prensa rosa porteña los detalles del romance de su exmujer con un musculoso atleta dedicado al socorrismo de playa. Así que quien esto escribe, que, entre otras cosas, había acudido a Buenos Aires a ver el atractivo partido entre los dos equipos más grandes del fútbol argentino, entendió rápidamente que más que la calidad de Riquelme o la verticalidad de Buonanotte, lo que realmente valía la pena era no perder de vista la grada y las reacciones que de allí emanaban.

Así pude comprobar por primera vez en mi vida que hay gente que va al fútbol para no verlo, entre ellos mi tía Teresa, fanática de Boca, que a sus ochenta y largos años permaneció durante la hora y media de juego en una silla del pasillo de palcos, tras un muro, incapaz de mirar ni siquiera de reojo el rectángulo de juego.

Y verifiqué que los cánticos que adornan los partidos en todos los estadios del mundo encuentran en Buenos Aires rimas impensables y un coro colosal que, en la ocasión que les relato, apareció a modo de despedida para amenizar la salida de River del campo tras perder por un solitario gol anotado por Bataglia. «Mirá, hacéle una foto, se van al gallinero con el culo roto».

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