Las dos huelgas de médicos de Atención Primaria, convocadas en Andalucía y Cataluña en las últimas semanas, coincidieron en reclamar mayor tiempo de duración para las consultas. Quienes protestaban no pretendían obtener mejores retribuciones económicas. Tampoco más días de permisos ni una reducción de la jornada laboral. El motivo era bien distinto. Apenas demandaban unos minutos para atender, correcta y dignamente, a sus pacientes. Cuestión de tiempo, nada más.

La escasa duración de las consultas médicas es uno de los grandes problemas estructurales del sistema sanitario. El asunto es de especial magnitud por cuanto, anualmente, más del 75% de los españoles son atendidos en su centro de salud. Aquí no caben programas de choque contra las listas de espera, ni otros parches de similar naturaleza. Tampoco son precisas grandes inversiones para encontrar una solución porque, aunque el tiempo sea un bien escaso, su coste es bajo. Para disponer del tiempo necesario bastaría con tener plantillas de profesionales ajustadas a las necesidades reales de la población. Simple factor humano. No hay más secretos, por mucho que los gestores de salón gusten en argumentar mil y una razones para mantener su criterio economicista.

Decía Séneca que un médico no puede curar bien sin tener presente al enfermo. Tener presente exige escuchar. Y escuchar requiere tiempo. Tiempo para reflexionar, pero también para humanizar. Cuando el médico se convierte en un clon del doctor Google -más atento a los algoritmos que al paciente-, empieza a ser una pieza prescindible. La relación médico-paciente va más allá de comunicar síntomas y responder con una receta. Esta concepción de la práctica médica desvirtúa totalmente su naturaleza y la convierte en la producción autómata y rutinaria de «unidades de contacto médico». No se trata de resolver expedientes burocráticos, sino de atender al sufrimiento humano. Unos minutos pueden ser suficientes para cumplir con una obligación formal, pero nunca para empatizar, estudiar, explicar, reflexionar, dictar un diagnóstico o proponer un tratamiento a quien padece una enfermedad. Y esa es la base del acto médico.

Aunque la Organización Mundial de la Salud considere la duración de la consulta médica como un indicador de la calidad de un sistema sanitario, es llamativo que esta variable sea ninguneada con tanta alevosía. Ni las promesas políticas, ni los acuerdos de gestión, suelen hacer ninguna mención al tiempo que un médico debe disponer para atender adecuadamente a sus pacientes. Más bien al contrario, porque sí suele ser habitual exigir un mínimo de consultas diarias para demostrar una pretendida eficiencia que, en realidad, solo se alcanza disminuyendo la calidad de la asistencia. Y es que, restringiendo el tiempo disponible para incrementar esa supuesta productividad, no se obtiene otro resultado que la deshumanización sanitaria.

El problema es endémico y, por supuesto, no se limita a la sanidad española. Ahora bien, por aquello de que un mal de muchos solo consuela a los tontos, habrá que ver cómo darle solución y no conformarse. En España, los médicos de Atención Primaria disponen de una media de 8 minutos por consulta. Cierto es que no andamos en los niveles de Bangladesh -donde apenas disponen de 48 segundos para cada paciente-, pero nos acercamos más a los promedios de algunos países subdesarrollados que a los 22 minutos por consulta de los que disfrutan en Suecia. No vamos sobrados. En absoluto.

Cuando se reclaman consultas de mayor duración, no subyace un interés por trabajar de modo más relajado; algo que, por otra parte, sería justo y deseable. Los gestores conocen bien -o así debiera ser- la asociación existente entre la duración de la consulta médica con la mayor precisión de los diagnósticos y acierto en los tratamientos. La literatura médica advierte que una atención de mayor duración se asocia un pronóstico más favorable de las enfermedades, especialmente cuando se trata de patologías crónicas o de pacientes de edad avanzada. Por cuanto el contexto actual se define por estas dos variables -cronicidad y edad avanzada-, parece lógico exigir que las dotaciones de profesionales se ajusten a las necesidades reales de la población y de este modo, disponer del tiempo adecuado en la consulta. Es cuestión de prioridades porque, el recurrido argumento de los recortes, hace ya algunos años que pasó a mejor vida.

¿Saben qué es lo que más valoramos como pacientes? No piensen en la rapidez con que podamos obtener una cita. Tampoco en disminuir el tiempo que pasamos en la sala de espera, antes de entrar a la consulta. Menos aún la posibilidad de ser atendidos por teléfono. Las investigaciones indican que valoramos más la proximidad humana del médico, que nos escuche y muestre interés por nuestra situación personal. En otros términos, buscamos una atención empática. Algo que, sin tiempo, parece obvio que es imposible de recibir. Y, para disponer de más tiempo, es preciso contar con más profesionales. Pocos más, no se asusten, que aún quedará para gastar en pan y circo.

El problema tiende a agravarse con los años y condiciona a las nuevas generaciones de médicos. Cuanto menor sea la dedicación a un paciente, tanto más difícil será ponerse en su pellejo, comprenderle y ayudarle a rebajar la angustia que genera la enfermedad. Sepan ustedes que la empatía de los galenos se va perdiendo a lo largo de su formación universitaria. Cuando menos, esa es la conclusión de un estudio realizado en el Jefferson Medical College de Filadelfia. El dato más llamativo es que la empatía se deteriora considerablemente a partir del tercer año de carrera, justo cuando se empieza a tener contacto con la práctica clínica. Es el momento en que los futuros médicos aterrizan en un sistema que no fomenta este tipo de relación empática, sino que, incluso, puede llegar a considerarla como un elemento distorsionante. De ahí que los autores del estudio consideren que la moderna educación médica promueve el desapego emocional, la distancia afectiva y la neutralidad clínica de los médicos. Se hace difícil quitarles la razón.

En fin, solo se necesita tiempo. Casi nada y casi todo, como diría Neruda.