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Juan R. Gil

Se acabó la tontería

Alardeábamos de que España era inmune a la ola de populismo que recorre el mundo pero ya tenemos a la ultraderecha aquí

Escribía Lucía Méndez en El Mundo que Vox no es un partido fascista. Y tiene razón, al menos de momento. Vox es la extrema derecha, el populismo xenófobo, homófobo, misógino y de un simplismo ramplón (aunque desgraciadamente efectivo) que se extiende por todo Occidente (el Brexit, Trump, Italia, Brasil, Francia, el centro y el este de Europa, los países nórdicos...) y del que hasta hace unos días alardeábamos de que España era la excepción, cuando sólo éramos, una vez más, los últimos. Pero no ejerce -todavía- la violencia inherente a los fascismos de verdad, los que tanto horror han causado a lo largo de la historia, ni tampoco su programa radical va dirigido a destruir el sistema, por más que su discurso lo pregone, sino que sus pasos en cuanto ha entrado por primera vez en un parlamento parecen más encaminados a aposentarse en él que a dinamitarlo. Vox es la derecha de la derecha, y por más que haya que impedir que sus proclamas prosperen, tan equivocado sería subestimarlo como sobrevalorarlo: los frentes, los cordones sanitarios, los excesos verbales sólo conseguirán que el monstruo que aún no es pero puede ser se convierta en una realidad contra la que sería, entonces sí, muy difícil combatir.

La fulgurante irrupción de los de Santiago Abascal en el mapa político, con 12 escaños en Andalucía que son decisivos para formar gobierno en la región más extensa y poblada de España, ha sumido en el desconcierto a todos los partidos, y en el caso de los de izquierdas que están en estos momentos desempeñando algún gobierno, sea autonómico o sea el del Estado, casi se diría que les ha hecho entrar en pánico. Y sin embargo, lo cierto es que, más allá de la ola mundial, Vox es hijo de ellos: de la descomposición del PP por su corrupción y su inmovilismo y de la inanidad de esa izquierda de postureo que hace demasiado tiempo que cambió su ideario por un manual de marketing, capaz de festejar como un triunfo cada gobierno que toma, aunque no sepa qué hacer con él, en lugar de analizar por qué sus resultados son cada vez más exiguos. Decía otro articulista, Juan Soto, hace unos días en El Confidencial, que «los pirados están arruinando a la izquierda», y aunque no se refería concretamente a España, el diagnóstico es aplicable a cualquier lugar. En Alicante, por ejemplo, hemos llegado a tener un gobierno ocupado en decretar cuántos animalitos cabían en el autobús urbano, mientras desde el departamento de Hacienda seguían reclamando por vía de apremio la plusvalía a los que habían sido desahuciados de sus viviendas por la crisis.

Así que el desafío independentista catalán, la pasividad criminal de Rajoy ante él y el calculado compadreo de Sánchez con Torra, tan xenófobo como Abascal, han sido sin duda catalizadores de ese salto de los apenas 18.000 votos que tuvo la ultraderecha en las anteriores andaluzas a los 400.000 que ha cosechado ahora, pero ni mucho menos explican el fenómeno.

El mundo ha cambiado, pero las grandes fuerzas políticas siguen sin darse por enteradas. Y eso ha hecho que el gran motor de transformación no sea, por desgracia, la esperanza, esa que nos llevó en la Transición de la Dictadura a la modernidad, sino el miedo. Tienen miedo las clases medias y sufren las más precarias. Y por eso Vox, que no es un partido en sentido estricto, que apenas tiene estructura ni aparato de comunicación, ha aparecido con la fuerza con que lo ha hecho. Porque ha actuado como un movimiento transversal que recoge todos los temores, los reales y los inventados en tiempos de fake news, a los que los gobiernos no están dando ni respuesta ni siquiera alivio. Sánchez y su corro de publicistas se buscaron un enemigo de los años cuarenta del siglo XX en lugar de combatir los problemas del XXI y por eso llevamos meses enredados con Franco, cuando la extrema derecha de hoy nada tiene que ver con la de hace casi un siglo y los problemas reales no están en el Valle de los Caídos, sino en las colas del paro, los fondos buitre que compraron la deuda de los que ya se habían quedado sin nada y ahora vuelven para acabar de machacarlos, gracias a una legislación que es una ratonera para los más débiles pero a la que nadie mete mano, y en los jóvenes licenciados sin futuro. Tenemos un presidente volcado en los viajes y la propaganda, que se erige en defensor de los derechos humanos trayendo con toda la fanfarria al Aquarius para luego dejar tirados en alta mar a unos pescadores de Santa Pola que sí saben lo que es humanidad. Tenemos a un Casado y un Rivera practicando a todas horas el filibusterismo. Tenemos a un Pablo Iglesias ocultando sus fracasos con verborrea y a unos dementes gobernando la región más próspera del país en contra del resto de España y de sus propios conciudadanos. Los tenemos a todos despreciando a diario con sus actos las instituciones que son el pilar de la Democracia (el Parlamento, el Poder Judicial, la Prensa de calidad...), porque para todos el poder no es un instrumento de progreso sino un fin en sí mismo, y así todo su programa, el de los unos tanto como el de los otros, se ha convertido en ir de elección en elección, ansiosos por ver a quién le toca la lotería de la aritmética parlamentaria, en la que todo vale (quien aceptó el voto de los secesionistas no puede quejarse de que otros cortejen ahora el de los ultramontanos) con tal de subirse al machito. ¿Cómo no quieren que con estos mimbres se formen cestos como los de Vox? Milagro sería.

La Comunitat Valenciana tampoco se libra de estos males. Hablaba aquí hace un par de semanas de que leyes que a un gobierno supuestamente de izquierdas le son tan señeras como la de Servicios Sociales no se habían aprobado. Lo que sí se han hecho son no sé cuántos decretos sobre plurilingüismo, se ha puesto en marcha de nuevo una televisión autonómica que nadie ve pero que vuelve a ser un pozo sin fondo, se han perdido en debates estériles sobre diputaciones y capitalidades, han dado pie a gobiernos locales imposibles y se han enredado, y siguen en ello, en procesos partidarios internos. De tal manera que parece que lo importante no es lo que quieren hacer por la gente, sino la forma en que entre ellos se turnan. Mientras la derecha, por su parte, se divide entre quienes llevan casi cuatro años estando pero sin estar, como Ciudadanos, un partido tan inservible para esta Comunitat como un abrigo de piel de oso, y los que se llenan la boca de España pero luego prefieren hacer puente -como Bonig, como Císcar...- antes que dar ejemplo conmemorando la Constitución.

Mientras Vox iba creciendo, en València y en Madrid gobierno y oposición han dedicado unos meses preciosos a estudiar, no cómo resolver los problemas cada vez más complejos que aquejan a la sociedad, sino si adelantaban o no las elecciones. Pues en Madrid no sé, porque la precariedad de Sánchez en la Moncloa es ya extraordinaria, pero aquí se acabaron las cuentas. Más le vale a Puig trabajar con el 26 de mayo en la cabeza y ponerse las pilas para meter en cintura a su partido y configurar listas de verdad presentables. Y a Compromís, que ha envejecido una barbaridad en apenas tres cuartos de legislatura, lo mismo. Ya no es el Botànic el que les va a salvar, sino la capacidad de presentarse ante la gente con propuestas creíbles. Y de darles garantías de que van a estar al lado de aquellos a los que les piden el voto. Que si vuelven a gobernar, lo van a hacer aprobando leyes, no pariendo tuits.

La derecha, que estaba aquí muerta, ha visto de repente la luz: creen que Vox entrará también en les Corts y que con ellos pueden sumar. Pero las cosas no son tan fáciles. Como se ha visto con Podemos, un movimiento sin estructura tiene ventajas cuanto más general es la convocatoria a las urnas y serios problemas cuanto más se reduce el ámbito: es fácil pensar que Vox sacará un buen resultado en las elecciones europeas, pero más difícil resulta que lo obtenga en las municipales. Y el PP puede pensar que el crecimiento de Vox, si logra entrar en les Corts, puede suponerle una muleta para recuperar el gobierno de la Generalitat. Pero la moneda no solo tiene cara, sino que también tiene cruz, y ese mismo crecimiento de la extrema derecha, paradójicamente, puede no alcanzar para reconquistar el Consell y, sin embargo, restar lo suficiente para arrebatarles el poder que todavía tienen en las diputaciones.

En clave electoral, y hablando estrictamente de esta comunidad, todo depende de dos factores: la capacidad de movilización de su electorado que cada bloque tenga y la seriedad con la que sean capaces de presentarse ante los votantes. Lo uno va unido a lo otro. Por desgracia, todo indica que la tentación es la de plantear las cosas como si esto fuera Halloween: susto o muerte. Se equivocarán. Por eso ya hemos pasado. Arde París. Pero no ha sido Le Pen, sino gente con chalecos amarillos para arropar su soledad y su desesperanza. Tomen nota. Porque por ahí van los tiros.

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