El pasado domingo Andalucía se convertía en el escenario de una paradoja aparentemente inexplicable. Una comunidad autónoma, que se sitúa en los peores índices de PIB, de paro y de pobreza de España, decide darle su confianza mayoritaria a la derecha, cerrando abruptamente un periodo de gobiernos de izquierdas que se había prolongado durante 36 años. A pesar de la magnitud de la tragedia, han pasado cuatro días y todavía no se ha escuchado una autocrítica convincente por parte de los autores principales del desaguisado: unos partidos progresistas que han sido incapaces de sintonizar con las oleadas de malestar social de las que sí se ha beneficiado una formación tan inexperta y tan tóxica como Vox. Hasta el momento, nos hemos tenido que conformar con un multitudinario coro de estériles lamentaciones por la nueva situación política, con un virulento intercambio de acusaciones entre perdedores y con el habitual repertorio de reproches que los gurús del progresismo les dedican a los electores cuando estos se empeñan en votar en la dirección «equivocada».

En el lugar de honor de esta doliente cofradía de apenados habría que situar al PSOE, un partido que en Andalucía ha aplicado al pie de la letra los preceptos del clásico «entre todos la mataron y ella sola se murió». Los socialistas andaluces han sido víctimas inocentes de las contradicciones y de los bandazos de Pedro Sánchez y han sufrido en sus propias carnes una severa penitencia por el acercamiento del presidente de Gobierno a los partidos independentistas catalanes. Si a esto le añadimos el escaso tirón político de la candidata Susana Díaz, el hecho de tener a dos expresidentes autonómicos sentados en el banquillo de los acusados y la natural fatiga de materiales que provocan 36 años de poder ininterrumpido, se produce una combinación muy peligrosa cuyos letales resultados convirtieron en papel mojado todas las encuestas.

Por su parte, Podemos tampoco sale bien librado de este desastre. El partido nacido para capitalizar el descontento de izquierdas con el PSOE ve alejarse cada día más su papel de alternativa, pierde buena parte de su fuelle inicial y no rasca ni bola de la espectacular caída del socialismo andaluz.

Tras el terremoto de Andalucía, empieza a instalarse en la izquierda española el mismo estado de estupor que se ha apoderado del Partido Demócrata americano tras la victoria de Trump, del laborismo británico embarrancado en la irrelevancia o de los partidos socialdemócratas europeos superados por todo tipo de formaciones xenófobas y nacionalistas. Nadie es capaz de responder a la pregunta clave: ¿por qué en unos tiempos de crisis, en los que sería más necesaria que nunca la existencia de políticas sociales de gran calado, los votantes acaban apoyando opciones ultraliberales o a partidos de extrema derecha con un mensaje demagógico que roza el infantilismo? En vez de devanarse los sesos buscándole respuestas a este interrogante, el progresismo nacional pasa sus días llorando por la leche derramada y escandalizándose a jornada completa por la irrupción de Vox en el escenario político.

El pasado lunes, con el trauma electoral todavía sin digerir, Podemos convocaba una serie de concentraciones antifascistas en diferentes capitales andaluzas. Estos actos con aroma a pataleta inútil se han convertido de forma involuntaria en una demostración de la desorientación y de la impotencia de una izquierda que se enfrenta a un mundo que no logra comprender. En vez de echarse a la calle para protestar por el resultado de unas elecciones, los partidos progresistas españoles (todos, desde el PSOE a Podemos) deberían acuartelarse en sus sedes, poner a funcionar a todo trapo sus gabinetes estratégicos, abrir contactos con la sociedad e iniciar un sincero proceso de examen de conciencia para averiguar en dónde han fallado y para llegar a los próximos comicios con una propuesta atractiva que conecte realmente con las necesidades de la gente. Mientras no haga este obligado ejercicio de reciclaje político, la izquierda española tendrá motivos más que sobrados para llorar, ya que el intenso calendario electoral de los próximos meses la coloca ante la posibilidad real de vivir unas cuantas noches tan negras como la del pasado domingo.