Como la Constitución proclama los derechos que en ella se describen podrían resultar un bálsamo de tranquilidad para las buenas gentes que, con mucha voluntad y una gran dosis de esperanza, apelaban acogerse a los claros propósitos que en la misma se describen, y en los derechos que todos los españoles podemos vernos más o menos reflejados si no fuera por el laxo resultado en su aplicación a la vida diaria. De lo que resulta que estando bien concretados sus enunciados, no lo son tanto sus resultados. Por ello, quise explicarle a mi padre, hombre de otra época, los importantes y extensos párrafos que aludían a los buenos propósitos sobre los derechos de todos los ciudadanos españoles. Él, con parcas palabras y mucha ponderación sobre este aspecto de los derechos de La Carta Magna, me espetó: -¡Mira hijo, en lo referente a los derechos, creo yo que debería haber un cambio, en vez de la palabra: «Derechos» debería poner «Obligaciones». Yo le contesté: ¿Y por qué obligaciones? Él muy serio pero seguro, me dijo: «¡Porque si todos cumplen con su obligación, los derechos no son necesarios!».

Yo dudaba en aquel momento... pero él siguió con aquella seguridad de la experiencia de los muchos años que tenía con ejemplos: «Yo tengo la obligación de trabajar», «él tiene la obligación de pagarme», «yo tengo la obligación de cumplir la Ley... tú tienes también esta obligación, él también la tiene... todos la tenemos, y así hasta el infinito».

En un momento y con una lógica aplastante, me convenció mi padre de aquel razonamiento. Desde entonces practico aquella norma y nunca he exigido ni reclamado a nadie, más de las obligaciones que antes me exigí yo a mí mismo.

Estas reflexiones son parte del espíritu que los padres de Nuestra Constitución no incluyeron en la época en que se trabajó sobre Ella, tal vez por lo convulso de la situación y por las presiones que la sociedad de entonces exigía, pues sonaba mejor hablar de derechos que de obligaciones... aunque fuese una utopía. ¡Ay la semántica!