Como la canción de Rosalía, catalana que rapea el flamenco o a la inversa, los resultados que nos han deparado las elecciones andaluzas, más que malos han sido fatales. De alguna manera se ha hecho bueno aquello de que «todos la mataron y ella sola se murió»; aunque para serles sincero la interesada ha dado mucho de sí, (EREs aparte, claro).

Cómo olvidar aquello de «lo quiero muerto» (a Pedro Sánchez) cuando, arropada por el aparato, se las prometía muy felices sin reparar, ¡ay!, que lo que acaba contando es el voto de la militancia. O el «no voto», la abstención, que en el caso que nos ocupa ha sido la que ha propiciado la hecatombe final.

Lo que ha acabado por ganar es el hartazgo de unos y la desilusión de otros y luego está, claro, las bajas pasiones aventadas por la cuestión catalana, manejada de la peor manera posible por la incompetencia de la derecha y los complejos que la izquierda arrastra en este asunto desde tiempos inmemoriales.

No me extrañaría que a estas alturas siguiera Teresa Rodríguez buscando a todos los indignados del 15M que le dieron plantón, sin entender, y eso es lo realmente grave, que son ellos mismos, los abstencionistas, los que ya no se reconocen en su formación. Una formación que se ha doctorado (y esta vez de verdad) en todas y cada una de las prácticas políticas que tanto denostaban en los viejos partidos. Han sembrado su corta trayectoria política de cadáveres de represaliados, aunque conserven al lobotomizado Errejón que cada vez recuerda más al Nicholson de Alguien voló sobre el nido del cuco. Han desarrollado con notable habilidad querencias pesebriles y convertido los círculos de antaño en un solitario triángulo equilátero desde cuyo vértice superior se atisba el ceño fruncido del líder espiritual, siempre presto a fulminar a todo quien ose no bailarle el agua.

Lo de la dacha con estanque y piscina en cómodos plazos seguro que tampoco ha contribuido a insuflar ánimos.

Esos, y no otros, son los mimbres con los que se han confeccionado estos tiestos. Doce ultras, doce, en el Parlamento andaluz y una derecha política y sociológica que se apresta a cobrar facturas o a emitirlas tras una travesía del desierto de décadas, porque por fin «les toca» a ellos.

Y luego están los llantos, el rasgarse de vestiduras y el siempre teatral «no pasarán», entonado, eso sí, con desgana, porque a estas alturas ya todos sabemos cómo se demuestra el movimiento y no se vislumbra la grandeza y generosidad que pudiera cerrar el paso a los camisas pardas. Es cierto que los andaluces han hablado, pero lo que realmente ensordece es el silencio de miles y miles de votantes de izquierda que han optado por quedarse en sus casas. Un cordón sanitario es urgente y la historia será implacable para quien en estos momentos tan decisivos opte por mirarse, una vez más, el ombligo; por no hablar del interés de su partido (el de Susana por si no ha quedado claro), en inminentes convocatorias electorales, para las que urge una regeneración radical.

Pero que no cunda el pánico, estamos en España, según Unamuno un país de «moridores», que en el caso de la izquierda ascienden a la categoría de suicidas (a la historia me remito), y nada de lo que debería hacerse se hará.

Con todo, el peor parado acabará siendo « Spiderman», ese intrépido médico que ha llevado a Susana Díaz por la calle de la amargura con las continuas denuncias del sistema sanitario andaluz. Con la llegada de los probables nuevos inquilinos al Palacio de San Telmo y la implementación de sus políticas neoliberales, no solo tendrá que ir de brinco en brinco, como hasta ahora; no habrá de tocar el suelo en cuatro años, con la que está por caerle (caerles a los andaluces).

Eso si no acaba fulminado por TDT. Es archiconocida la debilidad que algunos ultras han demostrado a lo largo de la historia por los productos «gaseosos».

En fin, y volviendo a Rosalía: «mu mal, mu mal, mu mal»...